Política

La opinión: Inestabilidad total

El año no ha terminado con la foto de Pedro Sánchez inaugurando su Gobierno de socialistas y podemitas, y apoyado por independentistas y nacionalistas

La exhumación de Franco y el pacto del abrazo, en Belén de Valga (Pontevedra)
La exhumación de Franco y el pacto del abrazo, en Belén de Valga (Pontevedra)OSCAR CORRALEFE

No ha podido ser. El año no ha terminado con la foto de Pedro Sánchez inaugurando su Gobierno de socialistas y podemitas, y apoyado por independentistas y nacionalistas. Habría sido el resumen perfecto de un 2019 que ha visto cómo el antiguo sistema de partidos se desplomaba –con estrépito, en cinco elecciones- sin que aún se vislumbre qué lo sustituirá.

A menos, eso sí, que aceptemos que por la izquierda no queda más horizonte que un socialismo débil, apoyado en unos partidos satélite empeñados en cambiar profundamente el régimen (nacionalistas y podemitas) o hacerlo saltar por los aires (independentistas). Este es el resultado, al menos por el momento, de la podemización en la que el PSOE acabó viendo su tabla de salvación gracias a Sánchez. Ante la crisis de lo que iba quedando de la socialdemocracia, ha sido la línea del socialismo español. No lo ha devuelto a la hegemonía ni ha acabado con Unidas Podemos, como en algún momento pareció que podía ocurrir. Incluso hizo retroceder al PSOE (tres diputados menos y 720.934 votos perdidos entre abril y noviembre). De nada sirvieron la aplicación a machamartillo de la Memoria Histórica con la exhumación de los restos de Franco, ni las promesas y los gestos demagógicos, ni la pose entre obamita y populista característica de lo que en su día fue el «Gobierno bonito». Por el momento, sin embargo, le permite salvar los muebles. A cambio de gobernar con quienes tienen en la alianza con el PSOE un interés meramente táctico.

En la derecha, por su parte, se consolidan dos grandes fuerzas. El experimento centrista de Ciudadanos no ha pasado de la condición de hipótesis, ejemplo de inconsistencia tras el abandono de Cataluña, su raíz y la fuente de su energía. Sale adelante el Partido Popular, puesto en riesgo por la herencia rajoyista, aunque por ahora no parece tener un proyecto cultural e ideológico propio más allá de impedir la llegada al poder del PSOE y sus aliados (es importante, pero no basta). La tarea se le complica por el avance de VOX, que entre abril y mayo pareció alcanzar su límite. Ha sido la respuesta a la falta de discurso del PP y al levantamiento de los nacionalistas catalanes. Lo que fue un movimiento cultural está en trance de convertirse en un partido moderno y profesionalizado, con la tarea pendiente de integrar los elementos que lo componen en una plataforma ideológica consistente. Por ahora, la división de la derecha parece consolidada. Es una de las grandes novedades del año.

Ante la negativa socialista a tantear siquiera un pacto de las fuerzas nacionales, los nacionalistas han seguido llevando la iniciativa. En el País Vasco han creado un mundo aparte, hegemonizado hasta sus últimas consecuencias por el PNV. Y en Cataluña han conseguido cronificar el enfrentamiento, que se nutre de sí mismo, de la judicialización de la política y de la buena acogida que recibe en el progresismo español. También vuelve a abrirse paso la tentación cantonalista. Los progresistas españoles permanecen fieles, después de todo lo ocurrido, a su rechazo insalvable a la nación y a la identidad nacional españolas.

En la revuelta situación de nuestro país aparecen tendencias similares a las del resto del mundo: la representación política se enfrenta al reto de encauzar el auge de la diversidad identitaria y la instalación de la sociedad en una precariedad cada vez mayor, fruto indeseable, pero difícil de soslayar, de la inédita autonomía en la que hemos empezado a vivir (de ahí la brecha política generacional). La prosperidad –con una brillante salida de la crisis económica– no trae estabilidad. Tampoco el hecho de que quienes ponen en cuestión la democracia liberal y la economía de mercado no tienen una alternativa. En esta guerra de desgaste, la tentación de la ruptura se abre paso a costa de la cultura de la reforma. Todo se politiza. Al derrumbarse las antiguas barreras entre lo público y lo privado, quedan las instituciones. Sometidas a tensiones cada vez más fuertes, les resultará difícil sobrevivir solas. Por ahora lo van consiguiendo.