Política
Lo común es fascista y segregar es chic
El año 2019 acaba como empezó. Con las élites periféricas abrazadas al chantaje como herramienta para satisfacer sus prerrogativas
Cataluña independiente, León libre. Bildu, tegumento de paz y Otegi, pues Nelson Mandela revivido. ¿Y el gobierno? Para la lista mas votada. Excepto en Navarra y Badalona. Ahí si eso ya tal. 2019 acaba como empezó. Con las elites periféricas abrazadas al chantaje como herramienta para satisfacer sus prerrogativas. Con la izquierda política en el guindo reaccionario, antisistema, de comparsa barata del nacionalismo. Con la progresiva destrucción del republicanismo antinacionalista y el ascenso siniestro de los eurófobos, esencialistas, que capiteana Vox.
Con el PSOE reducido al ansia del presidente en funciones por regresar al Falcon, con el PSC dedicado a catalogar nacionalidades, de ocho en ocho, y el PSE de potes con una cuadrilla de asesinos en excedencia. Pero, ¿no decían ustedes que si dejaban de matar podíamos hablar de cualquier cosa? Hombre, de cualquier cosa, un suponer del regreso de los espectáculos de gladiadores, o del retorno a la Europa de mediados del XIX, o de la sustracción de mi derecho al voto, pues mire, no.
Durante 2019 un nutrido segmento del periodismo patrio trabajó como lanzadera para el despegue de cuanta aeronave dialéctica ayudara a corroer la nación. Más cornadas da el hambre, queridos. Aquí, a efectos de algunos colegas, importa perfilar un demonio, el centro, la derecha, los conservadores, los liberales, incluso los gamusinos de izquierda contrarios al nacionalismo. Aquí, mientras tecleo a lomos de un avión camino de Europa, en la noche del 28 al 29 de diciembre, lo principal es situar a la izquierda española junto a la ultraderecha belga. Lo común es fascista y segregar, chic. 2019, ya mismo 2020, nos arrolló con un sector de la academia al servicio de unas oligarquías jaquetonas.
Con más de un teórico, y más de cien, dispuesto a pregonar que en España respiran colectividades de mucus impermeable, tribus de espíritu unánime y otras entelequias cuya existencia y privilegios depredan y anteceden la Constitución. Andan los traficantes de estampitas emperrados en lo suyo. Obcecados por encajar a martillazos un panal multiusos. Si triunfan ya pueden despedirse del 78. Son los mismos profesores que firman manifiestos para alertar del «conflicto», los que persiguen multiplicar el sujeto de soberanía como si fueran gremlins en noches de agua y lujuria. España lleva décadas descentralizada hasta el punto de nieve federalista y más allá. Pero los brujos de las naciones no anhelan el modelo federal, que digo yo que implica igualdad y límites competenciales, y que descarta sujetos merecedores de más o distintas ventajas en virtud de un «alma» particular, sensible, sensitiva. Lo suyo son los quesitos estancos a partir de los derechos históricos, mitos folklóricos y otras coartadas fluorescentes.
Todo ordenado según la presunta legitimidad de las minorías para fundar naciones, coincidentes con el perímetro del cementerio donde roncan los huesos de sus antepasados. ¿Pero qué minorías y dónde? ¿Hablamos del 6% que en 2006 reclamaba en Cataluña un nuevo estatuto de autonomía? ¿Del 7% que vota independentista tras la sentencia del Constitucional? Pues sí, y sobre todo de esos raros, caros apellidos catalanes, minoría absoluta en el censo total de la comunidad, que sin embargo copan el parlamento y el gobierno autonómico desde que inauguramos la democracia.
Hablamos de la revolución pendiente, aunque no tanto, de una élite mimada. Acostumbrada a que el Estado le ofrende competencias, extremidades, órganos vitales, santa sangre incluso, a cambio de permitir gobiernos. Una revolución que necesita de la pulsión xenófoba de unas clases medias que otean en el planisferio secesionista una suerte de paraíso automómatico. Un edén, dulce edén, que alivie su miedo al progreso, la repulsión que les causa la democracia representativa, el odio a Europa.
En 2019 también descubrimos que muchos de los que decían remar con nosotros y pelear contra el nacionalismo eran en realidad nacionalistas de lo suyo, de sus elocuentes pijadas y sus propios señuelos salvapatrias. La voxemia y Vox son tan populistas como la podemia y tan soberanistas como ERC. Por decirlo con el coronel Kurtz, el horror.
Y en 2019, muy a finales, Podemos evolucionó del modelo verborreico y Groucho al mutismo en modo Harpo. Los tienen encerrados en el desván, con el contador de tuits y el cuentakilómetro de las ruedas de prensa a cero, no sea que abran la boquita y superpogan nuevos incendios al fraseo lisérgico de la ministra portacoz, inefable Celaá. Marxistas tragicómicos, han reducido a puré la legendaria peripecia durante la dictadura de un PCE al que tendríamos que haber enterrado hace décadas.
Hoy sólo sirve de muleta para los entomólogos de la identidad, enemistados con el ideal democrático de ciudadanos plurales. Cerramos año con una intervención estelar de José Zaragoza, «Al PSC estem més còmedes pactant amb Esquerra que amb el PP», por resumir la catástrofe. El mismo Zaragoza que el otro día, para felicitar la Navidad, o el solsticio, canturreaba que «la derecha huele a muerto». Y, ah, en 2020 León libre, moc, moc.
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