Investidura de Pedro Sánchez
Café para algunos
La fragmentación de nuestro sistema político ha provocado un aumento de la presencia de intereses particulares en el Congreso de los Diputados. Después de las últimas elecciones, casi una cuarta parte de los escaños del hemiciclo están ocupados por representantes de partidos caciquiles. Poco les importa la ideología que usen como excusa para sostener la defensa de sus intereses. Saben, como profesionales políticos, que toda ideología es un constructo intelectual contrafactual, de difícil demostración en el día a día. Consideran esas ideas accesorias y adjetivas, susceptibles de ser fingidas por simple gesticulación fraseológica. Lo sustantivo es que ese panorama provoque un mercado constante de votos en función de estrategias particulares. Eso va a dificultar mucho poner en marcha grandes proyectos de futuro que miren a largo plazo por el porvenir del país. Otro efecto colateral es que muchas de esas formaciones caciquiles, al ser pequeñas, usan el matonismo como lenguaje político para conseguir que su voz suene más grande de lo que realmente son en número de votantes. Las lecturas drásticas de la realidad, los argumentos apocalípticos, los reproches más grandes que la vida, van a ser una constante en el debate público español de los próximos tiempos. No son ajenos a esta dinámica los medios de comunicación de nuestro país, tan necesitados de competir por la audiencia como los políticos de competir por los votos. La población de a pie, el paseante anónimo, no parece tan orientado hacia las actitudes proclives al cataclismo como sus representantes. Se habla de mejorar la financiación de los gobiernos caciquiles, pero eso es una promesa muy amplia: debería concretarse lo que se propone hacer exactamente con nuestros dineros. Porque sistemas de financiación hay muchos. Malignamente, propongo uno: más dinero para cada autonomía a cambio de devolver competencias. Ahí se vería realmente quién está por lo que está. Piketty afirmaba que España probablemente se había descentralizado en exceso. Se podrá decir lo que se quiera sobre Piketty, pero evidentemente no que sea de Vox. Si te preguntas honestamente en voz alta por las posibilidades de recentralizar, en seguida se levantan voces altisonantes tildándote desde demente a ignorante. Solo les falta acusarte de mequetrefe. Y, sin embargo, es la propia altisonancia de la reacción lo que hace sospechosa la inquina de la embestida y las acusaciones. Si los beneficios de la descentralización fueran tan racionales y obvios como se pretende, bastaría explicarlos tranquilamente para hacerlos evidentes. La histeria suena más bien a que sienten amenazado todo el sistema de caciquismos en que se han basado, desde siempre, las relaciones entre las diversas mesocracias territoriales de nuestras zonas de influencia urbana. He visto saña en tertulianas que parecían tanquetas cuando escupían con desprecio, por un lado de la boca, la palabra «jacobino». Lo hacían con una mirada que daba a entender que esa debilidad quizá debería pagarse con la aniquilación de tales alfeñiques. Pero su acusación era tan traída por los pelos como la de esos raperos que pretenden que su afición a embriagarse es por culpa de Franco. La palabra «jacobino» describe una sociedad de hace tres siglos que poco tenía que ver con la nuestra. Si lo mejor que encuentran algunos publicistas mediáticos, para condenar la disidencia de pensamiento, es una herramienta onomástica de hace 300 años, eso significa que muy conectados con la realidad actual no andan. Tan poco como lo estaba con la de su momento, en 1873, el cantonalismo de Pi i Margall, cuando separó durante 185 días Cartagena de España y esta pidió ingresar en los USA. El resultado del delirio fue, lógicamente, un ridículo internacional desastroso.
✕
Accede a tu cuenta para comentar