Sin Perdón

El apunte de Francisco Marhuenda: “El viernes negro del independentismo”

Como es lógico, el Parlamento Europeo ha acatado la resolución del alto tribunal español y considera que Junqueras ha dejado de ser eurodiputado

Oriol Junqueras y Carles Puigdemont
Oriol Junqueras y Carles Puigdemontlarazon

España es una gran democracia y los independentistas creían que podrían manipular las instituciones como hacen con la Generalitat de Cataluña y las diputaciones y los ayuntamientos catalanes. Por eso querían meter sus zarpas en el Poder Judicial para controlar a los jueces. La operación les salió como consecuencia de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el despropósito socialista del Estatuto de Autonomía que rompió la colaboración y confianza que existía con el PP en esta materia. Las consecuencias de esa alegría a la hora de elaborar ese Estatuto y el disparatado compromiso de aceptar el texto que viniera del Parlamento de Cataluña, aunque fuera inconstitucional, es el origen de la crisis institucional que estamos viviendo. El independentismo se crece con la debilidad de España, algo que se agrava con la inconsistencia de una parte de la clase política dispuesta a cualquier concesión, como sufrimos estos días, con tal de mantenerse en el poder.

Este viernes ha sido muy negro para el independentismo catalán y sus ensoñaciones, como desafortunadamente dijo la famosa sentencia de la sala segunda del Tribunal Supremo. Como es lógico, el Parlamento Europeo ha acatado la resolución del alto tribunal español y considera que Junqueras ha dejado de ser eurodiputado. Estamos ante los efectos que produce una sentencia firme. Por tanto, el antiguo vicepresidente del gobierno catalán sufre un duro varapalo y el independentismo comprueba que su sueño europeo se convierte en una pesadilla. Por su parte, el magistrado Llarena ha pedido al Parlamento Europeo que suspenda la inmunidad de Puigdemont. Lo razonable es que se produzca este acto y que el fugado ex presidente del gobierno catalán y sus compinches sean detenidos para ser puestos a disposición de la justicia española.

Al menos, Junqueras tuvo la coherencia de no huir mientras que Puigdemont demostró que es un cobarde además de un caradura. Desde hace tiempo vive del cuento con Comín y el resto de fugados envueltos en la bandera catalana y el patriotismo de no pegar golpe, algo que ha caracterizado a un sector del pujolismo durante décadas. No solo la corrupción política sino la moral han sido las características principales del régimen que vivimos los catalanes desde los años ochenta. Ese patriotismo es el que permitió que personajes mediocres y fanáticos como Puigdemont, sin estudios universitarios y cuya única profesión era ser político convergente, consiguieran cargos, sueldos y honores en nombre de la “patria catalana”.

El Parlamento Europeo tiene que suspender la inmunidad de los fugados, aunque seguro surgirán europarlamentarios que los defenderán. No importa. Los independentistas han dedicado muchos millones a su causa y el espectáculo esperpéntico de la investidura no favorece la defensa del Estado de Derecho frente a las agresiones del independentismo catalán. Es difícil de explicar que el futuro gobierno se negociara con un partido que tiene a su líder en la cárcel con una condena en firme por sedición y malversación de fondos públicos. No ayuda, por supuesto, la ambigüedad de Pedro Sánchez o la posición de Pablo Iglesias que considera que los condenados son presos políticos. Estas incoherencias han pasado factura, aunque no con la gravedad que esperaban los sediciosos, pero el prestigio y el rigor de la Justicia española es incuestionable.

Los independentistas perseveran en sus despropósitos y el presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent, otro fiel reflejo de la exasperante mediocridad partitocrática de mi tierra, decidió ayer que no obedecerá ni al Supremo ni a la Junta Electoral Central, porque considera que Torra sigue siendo diputado. Otro que camina con paso firme a la inhabilitación. Por su parte, la Junta Electoral de Barcelona ha declarado vacante el escaño de Torra y como es lógico cumple con lo que establece el ordenamiento jurídico ignorando los despropósitos de la ensoñación independentista.

Tal como señalaba, el problema es que durante mucho tiempo el nacionalismo catalán ha utilizado las instituciones como si fueran el brazo armado de sus partidos. Las han convertido en una escandalosa y repugnante agencia de colocación unida a una corrupción que no tiene parangón con el resto de España o en la Unión Europea. Una vez más envueltos de la senyera, los políticos nacionalistas no han tenido ningún rubor en meter mano en la caja, conceder favores y colocar amiguetes. A esto se unía su indudable influencia en la política española actuando como la bisagra que permitía la formación de gobiernos socialistas y populares. Cualquier crítica o actuación judicial era inmediatamente estigmatizada como un ataque a Cataluña que era secundado por muchos catalanes que creían que ese victimismo tenía fundamento. Ese patriotismo de billetera es, simplemente, vomitivo. Otra cosa es la gente que ingenuamente creía a sus políticos y lo que decía la poderosa maquinaria de propaganda manejada desde el Palau de la Generalitat.

Otro problema muy grave ha sido, precisamente, el férreo control de los medios de comunicación públicos y el pesebre montado con el dinero de todos para favorecer a empresarios, periodistas, historiadores y pseudointelectuales más preocupados de llenarse los bolsillos que de defender a Cataluña y los catalanes. No dudo que muchos fueran nacionalistas, aunque otros son fervorosos conversos como sucede con algún diputado en el Congreso. En cualquier caso ese patriotismo les ha resultado muy rentable y se han llenado los bolsillos escribiendo columnas, publicando libros, dando conferencias, convirtiéndose en profesores, recibiendo buenos contratos y ocupando cargos. El independentismo podrá manipular, engañar y manejar al futuro gobierno mercadeando con sus votos, pero no puede controlar la Justicia y mucho menos la verdad. El tiempo corre en su contra.

Director de La Razón y profesor titular de Historia del Derecho y de las Instituciones (URJC)