España

Progreso, divino tesoro

Iván Redondo y Pedro Sánchez no han respirado tranquilos hasta la aparición de Vox, fantasía natural, evocadora y lujuriosa con la que justificar sus tropelías y alimentar el monstruo»

Progreso, divino tesoro
Progreso, divino tesorolarazonPLATÓN

No molestes. No seas agorero. La gente quiere vivir tranquila. Su cervecita, su terraza y conversar bajo un cielo de estrellas. Hay cosas que importan y otras que por caer lejos parecen propias de una aldea a la que los progresistas pata negra prefieren no acercarse. Lo tiene escrito David Mejía, profesor de ley, columnista sin más fervor que la libertad, en una columna donde evoca la historia de Omelas, el cuento de Ursula K. Le Guin, y la ciudad sin culpa, cuya felicidad dependía de que nadie socorra al niño desnudo entre las heces, encerrado en la mazmorra. En la España de hoy todo es mejor, más fácil, si no mencionas al niño agonizante. Los edificios públicos borrachos de simbología, sus libros de historia podridos con trolas, sus televisiones y radios al servicio del unánime ideal, sus delincuentes políticos transformados en víctimas mediante una operación de cinismo que roza lo pornográfico, los jueces que piden plaza en otros lugares, los maestros represaliados, los funcionarios de prisiones degradados por denunciar los beneficios de los capos en La Catedral, todo, es el justiprecio inevitable para que ellos, los buenos, los compasivos, los justos, disfruten del edén progresista y su luz de relámpago. Porque sin ERC no hay paraíso. Y sin la compañía de quienes, como Podemos, nacieron con la intención de destruir el Estado, no hay Gobierno bonito. El niño puteado, o sea, son los catalanes no nacionalistas. Los vascos enemistados con el pudridero ideológico de Bildu y PNV. Los gallegos empeñados en ser algo más que gallegos. Los valencianos alérgicos al ringorrango de la tribu. Los mallorquines que sienten náuseas ante el calorcito como de enuresis nocturna propio del localismo. O los asturianos conscientes de que el bable, dialecto, servirá para justificar la desigualdad. El niño, al fin, en la tragicomedia española, es la libra de carne para saciar a los Shylock de guardia.

La fantasía no quedaría cuadrada, perfecta, si los guardianes del secreto, cómplices de los nacionalistas, no hubieran sido agraciados con una némesis a la altura. Ciudadanos y el PP funcionaban a medias como demonios, la Transición tampoco había salido tan mal y ahí estaba el buen rollo, la sintonía y hasta la química que parecían disfrutar tipos como Santiago Carrillo y Rodolfo Martín Villa, malditos fueran/sean por refrigerar el socorrido guerracivilismo y el dulce etiquetaje entre rojos y azules, buenos/malos, dignos/indignos, amigos/enemigos y, a la postre, víctimas/verdugos, verdugos/víctimas. Como al asesino de El Pardo tampoco podemos desenterrarlo cada tres días y los fantasmas de Mola y Millán Astray dan para lo que dan, que es poco, Iván Redondo, Pedro Sánchez y cía. no han respirado tranquilos hasta la aparición de Vox, fantasía natural, evocadora y lujuriosa con la que, ahora sí, practicar las abluciones del odio, justificar sus tropelías y alimentar el monstruo.

Tomen por ejemplo la polémica sobre el pin (y pon) parental. Unos, como el ministro Ábalos, sostienen que Murcia es ya un «banco de pruebas de la ultraderecha y el fascismo». Otras, como Irene Montero, defienden, tía, o sea, el derecho de los niños a ser educados en «la libertad, la igualdad y el feminismo». El primero calla y callará sobre el vendabal antipolítico, iliberal, que azota media España; la segunda nunca dijo ni pío en defensa de la libertad y la igualdad allí donde resulta efectivamente pisoteada. Todo esto, claro, combina de narices con las defensas de catecismo magufo de los otros. Todos de la manita quieren traficar en las aulas con su detritus ideológico. Lejos de reivindicar el derecho de los niños a ser educados en la ciencia y rechazar los cuentos, lejos de reclamar, a lo sumo, la transmisión de valores cívicos y constitucionales, les gustaría que el dogma y la farfolla colonicen las aulas. Pero una cosa es ladrar contra la educación sexual y otra suplicar que no nos cuelen como ciencia párrafos tan absolutamente impresentables como éste ya célebre de la señora Beatriz Gimeno, a la sazón flamante directora del Instituto de la Mujer: «La heterosexualidad, el régimen regulador por excelencia, no es la manera natural de vivir la sexualidad, sino que es una herramienta política y social con una función muy concreta que las feministas denunciaron hace décadas: subordinar las mujeres a los hombres». Semejante delirio puede (¡debe!) denunciarse perfectamente sin necesidad de hacer el oso y/o asomar la patita homófoba ni asumir como propios los argumentos igualmente oscurantistas del extremismo religioso. Gestante de melancolía, abandonada ya toda esperanza, me pregunta si el hecho de que este país haya sido incapaz de acordar unos mínimos para educar en la ciudadanía no tendrá que ver con el salvaje repunte identitario y el sarampión irracionalista. Hablan de ingeniería social y lavado de cerebro los que celebrarían que las creencias sobrenaturales formen parte del currículum; les responden los palmeros de unas pensadoras, como Gimeno o Buttler, que entre la indagación racional y la propaganda siempre optan por la segunda. Mientras el personal que aplaude el Gobierno de progreso, Gobierno de angora, Gobierno de lujo, celebra que casi a diario nos meen en la cara los escribas del supremacismo. Con los mejores y más analfabetos soldaditos en prensa, radio y tv dedicados a tachar la sucia pretensión de sodomizar lo común con grandes adjetivos de progreso, divino tesoro.