Coronavirus
Virus coronado
Hoy hace siete años que el Papa Francisco –hasta ese momento conocido como el Cardenal Jorge Mario Bergoglio– era elegido por los cardenales reunidos en cónclave en la Capilla Sixtina del Vaticano. Ese día, la Ciudad Eterna estaba en ebullición, y fieles llegados de todo el orbe católico abarrotaban la plaza de San Pedro para conocer al nuevo vicario de Cristo en la Tierra, que aparecería en la loggia de la Basílica tras la esperada fumata blanca. Ha transcurrido «una semana de años», y hoy la urbe aparece como una ciudad fantasma y desolada, con la plaza de San Pedro vacía de almas, y el Vaticano en práctica cuarentena. Este penoso contraste invita a la reflexión. La historia demuestra que el sentimiento religioso se acentúa en la aflicción: que nos acordamos de Dios en la adversidad más que en la abundancia y «de santa Bárbara cuando truena». En momentos similares de la historia, la Iglesia salía a consolar al pueblo en su dolor y lideraba rogativas pidiendo el fin de la calamidad. Grandes santos, desde Carlos Borromeo hasta el padre Damián de Molokai –el santo de los leprosos–, conforman la corona inmarcesible de auténtica gloria de cristianos que desgastaron su vida por los enfermos. Hoy no sé si el Covid-19 es combatido con la adecuada eficacia científica y humana, pero no parece serlo con aquella corona gloriosa, al menos de momento. Ahora, en cambio, el coronado es ese virus diabólico.
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