Estado de alarma
Salvador Illa: el ministro de los 28.000 muertos
Ha gestionado la crisis sin conocimientos sanitarios, en un Ministerio troceado y con falta de sintonía con algunos altos cargos
Si Sancho Roff pasó a la historia sanitaria por la crisis de la colza, Celia Villalobos por la de las «vacas locas» y Ana Mato por la del ébola, Salvador Illa va a hacerlo por ser el ministro bajo cuyo mando se produjeron más de 28.000 muertes en España. Poco imaginaba el barcelonés a finales de enero, cuando recibió la llamada de Pedro Sánchez, que la intercesión de Miguel Iceta ante el presidente para incluirle como peón del Partido Socialista Catalán en el nuevo Gobierno socialcomunista y convertirle en ministro de un departamento aparentemente tranquilo y sin competencias, como Sanidad, iba a provocarle tantos quebraderos de cabeza, pero así ha sido. Su desembarco en Sanidad ha sido parte de una tormenta perfecta que ha influido en la gestión de la pandemia. Illa estudió filosofía y no sabía, ni sabe aún, prácticamente nada de Sanidad ni de gestión sanitaria. Llegó, además, a un ministerio troceado y disminuido de funcionarios para hacer sitio a Pablo Iglesias y al comunista Alberto Garzón en Consumo. Para colmo, decidió mantener a los altos cargos heredados de su antecesora, María Luisa Carcedo, y con varios no ha tenido sintonía. El resultado han sido unas negras cifras, entre las peores de todo el planeta, que ni siquiera el estado de alarma ha podido edulcorar. En los cien días que llevamos del mismo, Illa ha sido el protagonista absoluto de un Gobierno superado por las circunstancias: el fiel reflejo de la improvisación y de la actuación por detrás de los acontecimientos en lugar de por delante. Y eso que estaba avisado.
Las alertas las lanzaron China, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y los centros europeos de control de enfermedades. Los técnicos del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (CCAES) que dirige Fernando Simón, en quien tanto se ha apoyado, también le avisaron. Los desoyó a todos. A los once días de llegar al cargo, el 24 de enero, tenía precisamente encima de la mesa un informe del CCAES en el que se avisaba del peligro del coronavirus y de su alta capacidad de contagio. La escasa atención prestada a este texto fue premonitoria de lo que sucedería con otros posteriores hasta que, una vez celebrado el 8-M el virus campaba ya a sus anchas por todo el país. Después, todo fueron prisas, decisiones contradictorias, rectificados y compras con sobreprecios a empresas desconocidas, ubicadas muchas de ellas en Barcelona, la tierra natal del ministro. En estos tres meses, Illa ha asumido decisiones de calado como el confinamiento, la desescalada o la emisión de unas directrices sanitarias que variaban en función de las circunstancias.
El mismo que desaconsejó el uso de mascarillas entre la población sana es hoy el que ha convertido en obligatorio su uso. El mismo que aceptó prácticamente sin cortapisas ni controles la llegada de turistas antes del 8-M es hoy el que fija directrices de entrada, aunque todavía laxas. El mismo que dijo que no había razones de salud pública para suspender el Mobile World Congress es el que pidió luego a los evangélicos que no celebraran su congreso y ordenó a médicos y enfermeras que no fueran a eventos científicos, permitiendo, eso sí, todos los actos del fin de semana previo a la asunción plena de competencias por parte del Estado. El mismo, en definitiva, que alardea de transparencia mientras excluye a los muertos en residencias de las estadísticas oficiales y que veta la declaración de sus altos cargos ante la Comisión de Sanidad del Congreso, el órgano competente para dar cuenta de la gestión de la crisis. Un ministro que no sabía nada de Sanidad cuando más necesarios eran los conocimientos en este área.
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