España

Fernando Simón: ni doctor, ni rigor, ni señor

Consejeros autonómicos de Sanidad que participan en el Consejo Interterritorial de Salud critican su descoordinación y falta de preparación

Ilustración Fernando Simón
Ilustración Fernando SimónPlatónLa Razón

Controvertido, errático y un auténtico bochorno para la comunidad científica. Así opinan cualificados miembros del sector sanitario y la investigación en España y Europa sobre la figura de Fernando Simón Soria, el mediático portavoz en la pandemia del Covid-19, cuyas meteduras de pata han llegado a ser delirantes. La mano derecha del ministro Salvador Illa, con quien comparte una desastrosa gestión, más de sesenta mil muertos a sus espaldas y una alarmante cifra de contagios, poco o nada de experto tiene ante esta enorme crisis. Ni es doctor, porque ni siquiera hizo la durísima prueba del MIR tras su licenciatura en Medicina. Ni ejerce su cargo con rigor, pues vaticinó que en nuestro país el virus letal no pasaría de uno o dos casos como mucho. «A lo más como una simple gripe», aventuró allá por el mes de marzo mientras sugería la innecesaria utilización de la mascarilla. Y para colmo, su señorío ha quedado por los suelos con sus últimos comentarios sobre las enfermedades infecciosas y enfermeras de profesión, calificados por los colectivos de la salud de «bajeza moral», deplorables, con exigencia urgente de su dimisión.

Sus equivocaciones y negligencias han sido de traca. El director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias del Ministerio de Sanidad no se corta un pelo ante la prensa y le molestan algunas preguntas. En plena curva del virus, tras decir una cosa hoy y mañana la contraria, aconsejó la obligatoriedad de la mascarilla, pero no dudó en viajar hasta la costa portuguesa dónde se dedicó a la práctica del surf y el buceo, naturalmente sin protección. «Es mi vida privada», zanjó visiblemente molesto cuando los periodistas le urgían explicaciones. Tampoco tuvo reparos en pasar por el programa televisivo de Jesús Calleja, Planeta Calleja, para exhibir piruetas paracaidísticas y otras lindezas submarinas. Y en medio del tremendo incremento de defunciones y contagios dejó plantados a los medios y se largó a un encuentro de riesgo con dos escaladores. Algo que él mismo calificó como «una cita importante» ante el estupor de sus propios compañeros del Instituto Carlos III, donde no goza de ningún prestigio comparado con otros científicos e investigadores de sólida formación.

Fernando Simón Soria nació en Zaragoza en una familia de médicos. Su abuelo era veterinario y su padre, Antonio Simón, un conocido psiquiatra de la ciudad. Estudio en el colegio Montearagón y se licenció en Medicina, pero nunca realizó el MIR ni el Doctorado, algo que ahora recuerdan muchos científicos cuando al presidente Pedro Sánchez y al ministro Salvador Illa se les llena la boca llamándole «Doctor Simón» y cantan sus alabanzas. En su etapa de Facultad le apodaban «supercejotas», por sus abultadas cejas que luce combinadas con unos desordenados rizitos grises en el cabello. Se especializó en Epidemiología en la escuela de Medicina Tropical de Londres y trabajó en países de África, América Latina y Europa. Fue en el continente africano dónde vivió nueve años junto a su esposa, María Romay Barja de Quiroga, una gallega hija del capitán de las FAS Claudio Romay Custodio, fallecido en acto de servicio. Primero periodista y después investigadora, sobrina segunda del ex ministro de Sanidad José Manuel Romay Beccaria, muchos vieron en esta vinculación familiar su entrada en el Instituto Carlos III, dónde también trabaja su mujer como responsable de enfermedades tropicales, y su nombramiento como director del Centro de Alertas y Emergencias bajo un gobierno del PP. Algo que el ministro Illa se encarga siempre de recordar cuando le critican la caótica gestión de Simón. «Yo no le nombré pero no dudaría en hacerlo ahora», asegura Illa en defensa de su escudero.

Compañeros de su etapa en los hospitales de Mozambique y Burundi recuerdan que Simón no tenía vocación política, mientras que ahora muchos en el Instituto Carlos III le acusan de un claro sesgo hacia la izquierda. «Se ha convertido en un servil funcionario», dicen algunos. Por el contrario, en Moncloa y en el entorno del ministro Illa le ponen por las nubes, lo que prueba su trabajo de «fiel escudero» de las tesis del Gobierno. Con su aspecto de bohemio trasnochado y vocecita atiplada, aseguran que ha sabido muy bien «hacer la pelota» a sus jefes. Padre de tres hijos, Quique, Fefa y Marcos, a quienes nunca habría negado su asistencia a la manifestación feminista del 8-M, según él mismo confesó, le importan poco las críticas. Las últimas han sido unánimes, incluso entre miembros del Gobierno como la vicepresidenta Carmen Calvo, por sus detestables comparaciones entre enfermedades infecciosas y enfermeras, lo que provocó un duro comunicado del Colectivo de Enfermería y le obligó a pedir una tibia disculpa, que no ha satisfecho. «Ambiguo y sin arrepentirse», denuncian en estos sectores.

En sus años en África se especializó en malaria, sida y se aficionó a los deportes de riesgo, entre ellos el buceo, el surf, alpinismo y espeleología. Le gustan las motos, posee una de gran potencia a cuyos mandos se exhibió como un actor a lo Steve McQueen en un extenso y elogioso reportaje que le dedicó un periódico de difusión nacional. Cual estrella mediática, ha prestado su imagen a camisetas y objetos publicitarios, entre fuertes críticas de la comunidad científica. «Le importan un bledo las víctimas», acusan muchos ante su nula visita a hospitales saturados y falta de sensibilidad en algunas de sus polémicas ruedas de prensa. Cada día se mete en un charco de estadísticas y se desdice a menudo. Consejeros autonómicos de Sanidad que participan en el Consejo Interterritorial de Salud critican su descoordinación y falta de preparación. «Es un tonto ilustrado», ironiza uno de ellos. Lo cierto es que desde el Gobierno respaldan su gestión, mientras entre los sectores afectados subyace un clamor: «Simón, dimisión».