Ciudadanos

Inés, honor y gloria

Hoy como en 2017 Inés Arrimadas tiene ante sí el reto apoteósico de sacar adelante el centro liberal

Hoy como en 2017 Inés Arrimadas tiene ante sí el reto apoteósico de sacar adelante el centro liberal. No un espacio vacío, sino la confluencia del socialismo en democracia y el liberalismo reformista. Una flor excepcional, impopular, en un país almidonado de inquina, que sigue sin entender que la igualdad de oportunidades y los derechos de todos son incompatibles con el marco mental nacionalista. Una proeza que acumula década y media de ataques porque había que apuntalar los tribalismos como única argamasa capaz de cimentar un bipartidismo quebrado. Arrimadas sufre a los de la entente provinciana, que hicieron de la maldita identidad un pararrayos contra la redistribución y que usan las banderas, cada cual las suyas, como ariete contra las libertades.

Entendemos las raíces del odio. Había que hundir a la cariátide constitucionalista. Llegó a la gran fiesta de los caciques localistas acompañada por unos profesores y escritores que hablaban de Steven Pinker y Raymond Aron. Aquello dejó boquiabiertos a nuestros mandarines de guardia, acostumbrados a redirigir el tráfico moral según sus angostas lecturas y sus vastos prejuicios. Usar el castellano en el parlamento autonómico y en TV3 todavía provoca tormentas de coágulos en las cabecitas de quienes, como Josep Ramoneda, cobran generosamente a cambio de evitar que el servicio se nos empodere hasta el punto, válgame el cielo, de usar su lengua materna. Reclamar que las instituciones públicas no sean violentadas de forma partidista, exigir respeto para la neutralidad institucional, fue saludado como un ensayo del apocalipsis. Recordar que en Cataluña los poderes públicos desobedecen de forma sistemática los requerimientos de los tribunales sonaba a traviata enojosa para los untados por un statu quo que premia a los cómplices de la barbarie. Para ellos, un suponer, el hecho de que una maestra humille a una niña que ha dibujado una bandera de España no es un ejemplo evidente, y aborrecible, de supremacismo xenófobo, sino todo lo más una anécdota. Solicitar que en Cataluña abandonemos la inmersión obligatoria monolingüe, esa que viola los derechos lingüísticos de la mayoría de los escolares, para aplicar la Constitución, o sea, exigir tanto el cumplimiento de la ley como abogar por el bilingüismo, le ha reportado a Ciudadanos el aborrecimiento eterno de los mismos Ramonedas que hicieron de la sumisión a los paradigmas nacionalistas un mantra vital con el que prestigiar su filibusterismo ético y estético y sus atroces inconsistencias políticas.

Yo estuve en la Cataluña de la victoria de 2017. Escuché hablar a los que llevaban cuarenta años callados, a los curritos, los charnegos, amordazados, silenciados y humillados por los políticos más reaccionarios y los intelectuales más viles, siempre contra el débil y de rodillas y en pompa frente al príncipe. Contra la peste catalanista y sus variantes más virulentas Arrimadas y los suyos traían un programa limpio, ilustrado y adulto. Guapa como una virgen de Julio Romero de Torres o una actriz de cine pintada por Zurbarán o Murillo, valiente y brava como Chavela de poncho, tequila y metralleta, aguantó el chaparrón de injurias, el canibalismo de los gorilas, los insultos de los enchufados en las televisiones públicas. La han tratado de puta, franquista, loca, follonera, macarra, chacha y descerebrada. Le dispensaron la clase de vómitos que nadie toleraría. Les respondió con una media sonrisa de fulgurante desprecio y una catarata de argumentos. Decía lo que ningún otro, lo que parecía tabú.

Cuando Albert Rivera comprendió que había llegado a la política para ser feliz, y cuando creyó que podría sustituir al PP a cambio de traficar con los principios, a Ciudadanos se le paró la cuerda del reloj. Nunca tantos buenos argumentos fueron machacados tan rápido en el molinillo de una realpolitik orientada al beneficio inmediato del líder. Pudo condicionar al gobierno del Guapo, meterle en vereda o al menos intentarlo. Sabemos que Pedro Sánchez miente porque está en su naturaleza. Pero aquella entente fallida fue una de las últimas balas disponibles para embridar el agonismo procesista, el imparable aquelarre de unas minorías suturadas a un Frankenstein. Como explicaba el otro día el siempre admirable Jorge San Miguel en The Objective, nuestra democracia parece ya inevitablemente colonizada por la marabunta del plebiscito. Donde antaño florecieron voluntades reformistas resta un escenario consagrado a la pura interpretación, electricidad, aullidos, purria y circo, con los partidos como facciones irreconciliables de una tragicomedia de serie B.

Será difícil que Ciudadanos sobreviva a la desafección y la melancolía. Quizá la política española también cumple con la sentencia de Scott Fitzgerald respecto a los segundos actos en la vida americana. Algunos no entendemos el eclipse que siguió al triunfo de 2017 ni algunos de los últimos movimientos. Con todo, creo, como los intelectuales del postrer manifiesto, que Ciudadanos «sigue defendiendo los mismos valores de libertad e igualdad y es el partido que se ha opuesto con mayor firmeza, sin cesiones ni renuncias, a quienes pretenden poner fin a nuestro sistema constitucional». Los que aspiramos a que la Constitución del 78 no acabe sumergida en una probeta sulfúrica, los que todavía esperamos que los grandes partidos saquen adelante pactos transversales en un momento mientras alrededor suenan los clarines de la hecatombe, le tenemos justificada ley a la oradora jerezana, protagonista de una gesta emocionante. Inés Arrimadas habló en nombre de millones excluidos por los incontables mariachis populistas. Honor y gloria a pesar de los pesares, de las decepciones y la confusión. Por todo lo alcanzado y por lo que, ojalá, todavía pueda lograrse.