El personaje
Ortega Lara: el icono del terror
Se cumplen 24 años de la liberación del entonces funcionario de prisiones, 532 días de secuestro tras los cuales su vida jamás sería igual: sufrió trastornos del sueño, estrés, ansiedad y depresión
Se cumplen veinticuatro años del fin del secuestro más terrible y largo de la sanguinaria historia de ETA. Un hombre, José Antonio Ortega Lara, estuvo enterrado en vida durante 532 días en un zulo símbolo del horror, mucho peor que un ataúd porque nunca perdió la consciencia.
Ahora, cuando los Reyes han visitado el Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo con sede en Vitoria que recuerda la tortura que padeció el funcionario de prisiones, a las gentes de bien se les abren de nuevo las carnes y se preguntan cómo se puede pactar algo con un partido como Bildu, los herederos de aquella barbarie. Tal vez por ello, Don Felipe y Doña Letizia fueron vitoreados en la capital alavesa, mientras el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el lehendakari vasco, Iñigo Urkullu, eran abucheados. La historia nunca puede borrarse y aquella salvajada etarra cambió para siempre la vida de una buena persona, un sencillo trabajador que cuando fue liberado pensó que de nuevo eran los terroristas y pronunció un grito desgarrador: «Por favor, matadme de una puta vez».
El nombre de José Antonio Ortega Lara se escribe con negra penumbra en la sanguinaria trayectoria de ETA. Nacido en Montuenga, una pedanía de Madrigalejo del Monte, en Burgos, trabajaba como funcionario de prisiones en Logroño, adonde se desplazaba todos los días desde su domicilio burgalés.
El 17 de enero de 1996, cuando regresaba a su casa, fue secuestrado en el garaje por orden de un «comando» liderado por Josu Uribetxeberría Bolinaga, quien reclamaba el inmediato traslado de los presos etarras a cárceles vascas. Cuando un día, en medio de su infierno, Ortega preguntó a sus carceleros por qué le habían secuestrado, la respuesta fue tremenda: «Estás arrestado por ser un miembro del aparato represor».
Y allí, en un zulo ubicado en la localidad guipuzcoana Mondragón, tierra del terrorista Bolinaga, maloliente y repleto de humedad por su cercanía al río Deba, comenzó su entierro en vida. Un espacio de 2,2 metros de ancho por 1,80 de alto, que le impedía ponerse por completo en pie. Un entorno cargado de suciedad, con paredes llenas de mugre decoradas con carteles de presos y dónde los secuestradores aumentaban su tortura con un ventilador. Casi seiscientos días de martirio durante los que, según su propia confesión, José Antonio pensó muchas veces en cortarse las venas y suicidarse.
Aquel uno de julio, hace ahora veinticuatro años, la Guardia Civil le localizó en el siniestro zulo de Mondragón, bajo el suelo de una recoleta nave industrial, en una operación policial dirigida por el entonces magistrado de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón, en la que intervinieron más de 60 agentes que lograron detener a cuatro de sus secuestradores.
La imagen de Ortega Lara liberado era tremendamente patética: famélico, había perdido 23 kilos y masa muscular, presentaba una larga barba, llevaba un sucio jersey rojo y su mirada estaba ausente, perdida, casi ciego. Era el resultado de unos días en los que nunca pudo ver la luz y solo podía dar tres pasos totalmente encorvado.
Él mismo ha contado cómo le ofrecían dos cubos de agua, uno para asearse y otro para sus necesidades. Le entregaban una mugrienta bandeja con un vaso de agua, vegetales y algo de fruta, así como el periódico que a duras penas podía ojear. Según Ortega Lara, al principio hablaba de política con los terroristas, luego ya careció de trato y les reclamó muchas veces con desesperación su propia muerte.
Desde aquel día, cuando ya liberado se asomó al balcón de su casa burgalesa junto a su mujer Domitila y su pequeño hijo, la vida de José Antonio jamás sería igual. Sufrió trastornos del sueño, estrés postraumático, crisis de ansiedad y depresión.
Aconsejado por los médicos y psicólogos se jubiló anticipadamente como funcionario de prisiones en el Ministerio del Interior y siguió con horror los posteriores secuestros y atentados de ETA, entre ellos el salvaje asesinato del concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco, días después de su liberación. Fue entonces cuando aceptó ir en un último puesto en la candidatura del Partido Popular a la Alcaldía de Burgos, encabezada por Juan Carlos Aparicio, en solidaridad con los concejales populares víctimas de la banda terrorista.
En todas sus declaraciones, siempre se mostró radicalmente contrario a cualquier negociación con ETA y en 2008 anunció su baja de militancia en el PP por diferencias ideológicas con su política penitenciaria. Años después, se acercó a Santiago Abascal, a quien conocía de sus años en el PP, y fue uno de los fundadores del nuevo partido, Vox, dónde hoy sigue como una figura altamente simbólica, en recuerdo del secuestro más largo y salvaje de los etarras.
Cuando la Guardia Civil detuvo a su carcelero Bolinaga y le preguntaron por el funcionario de prisiones, el terrorista se limitó a decir. «Que se muera de hambre ese represor». En todos estos años, la vida de Ortega Lara ha tenido sus altibajos, entre el recuerdo, el dolor y la esperanza de estar con su familia. No ha querido participar en un puesto de primera fila política, pero es muy cercano a Abascal y aparece en todos los actos de Vox donde se le llama, en especial los relacionados con las víctimas del terrorismo.
La imagen de los Reyes visitando esa reproducción del zulo le ha provocado un sentimiento traumático, un zarpazo en su memoria ante aquel agujero excavado en el suelo de Mondragón. Don Felipe y doña Letizia pudieron comprobar la réplica de aquel horror, con el ascensor hidráulico que comunicaba la superficie con el interior del zulo. Y como su mismo nombre indica, ese Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo le evoca a Ortega Lara su más profundo dolor. Para que nadie jamás olvide. Aunque a veces, como bien le dijo un día a Patxi López la madre del hijo asesinado, Juan Antonio Pagazaurtundua: «Patxi, haréis cosas que nos helarán la sangre”.
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