Julio Valdeón
El Rey, estación término en la guerra contra el 78
De los tres jinetes de la democracia en España, el Rey Juan Carlos I, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, sólo queda el primero, y anda perdido en una jaima. No le perdonan los líos de faldas, pero sobre todo su papel como garante y arquitecto de un proyecto que culminó con la traición a cuanto había dispuesto el dictador. Con Juan Carlos el búnker saltó por los aires, los comunistas fueron bendecidos un Sábado Santo y los sublevados volvieron a sus cuarteles cuando el hombre que renunció a ser sucesor, con la guerrera de Capitán General sobre el pijama, mandó parar la fiesta. Los enemigos de la nación buscan su cuello. Acabó enredado por el culto a la personalidad, rodeado de lisonjeros, enamorado de una vamp, pero en lo suyo cumplió como uno de los grandes de nuestra historia. Despreció el fetichismo del armiño para jugársela en favor de las libertades.
Desconfíen de cuantos disfrazan la jugarreta de ajuste de cuentas con el franquismo. Paparruchas. Nadie hizo más para enterrar el régimen que Juan Carlos I. Con todo que conservar robó el fuego para entregárselo a sus conciudadanos, pero eso no les importa a los nuevos carlistas. Sólo les pone el odio a 1978. Su objetivo monomaniaco es demoler el entramado institucional y jurídico que nos dimos, garantía de que somos iguales, e iguales son nuestras obligaciones y derechos.
La guerra contra España, contra la monarquía constitucional, infinitamente más republicana, por anti despótica, que cualquiera de las taifas bananeras maceradas en la lengua y la etnia con las que babean nuestros confederados, conoce una estación término en la batalla contra la Casa Real, reconocida como uno de los últimos baluartes de las libertades. La maniobra se compagina con el acoso y derribo ensayado contra unos jueces vilipendiados y calumniados, mientras los buitres buscan la forma de repartirse el CGPJ y mientras la oposición del PP, en un error histórico que pagaremos, participa en la demolición de un TC con el prestigio en llamas.
La moción de censura contra la Constitución conoció un primer capítulo en 2017, con el intento de golpe de Estado en Cataluña. Aquella maniobra sucumbió gracias a la firmeza de los ropones, la benemérita y el Rey Felipe VI. Los primeros antepusieron la defensa de la ley a cualquier enjuague, los segundos pusieron la cara y las costillas para protegerla y el tercero, en un discurso comparable al de Gettysburg, levantó una trinchera de palabras en favor el Estado de derecho frente al avance de los ungidos por ideales despóticos y sus fanáticos, que aborrecen de la redistribución y prefieren vomitar antes de repartir con quienes consideran distintos. Entienden que la identidad, real o soñada, étnica o cultural, los legitima para desprenderse de sus vecinos. En cualquier lugar de Europa, o en Estados Unidos, serían tratados como palmeros de los peores brebajes, cruzados totalitarios contra los puntos cardinales de la democracia. En España, donde además de ser cocineros, pintores y futbolistas somos gilipollas, expertos en generar nazis camuflados, donde compaginamos el culto a los huesos con las tendencias liberticidas y el gusto por los vestigios estamentales, los hemos confundido con los freedom riders de Mississippi y aplaudimos sus cruces gamadas.
Suárez murió con la cabeza deshilachada por el alzheimer, cuando ya no importaba reconocer su audacia. Carrillo asumió que había que enterrar los tomahawks. Por la cuenta que, y nos, traía. Fuera de la concordia aullaban lobos. La ley de Amnistía fue una victoria histórica de los demócratas. Apuntaló las ganas de otear el futuro. Zanjó la legalidad franquista. Los mismos que se abstuvieron o pidieron el No en el referéndum solicitan a Sánchez la cabeza del Rey viejo. Su victoria supondría otro derrumbamiento, acaso irreparable, de una democracia que enfila la UCI.
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