Jorge Vilches
Acorralado, pero poco
Sánchez, más listo que responsable, alimenta con fervor, día a día, a ese Minotauro que asegura su poder
Sánchez confía demasiado en su única vía de escape, que consiste en que al electorado socialista le importa todo un higo con tal de que no gobierne el PP.
Lo cierto es que no hay nada que cierre esta salida del presidente del Gobierno. Sus votantes han tragado lo impensable, desde los pactos con Podemos, Bildu y Junts hasta los indultos, la amnistía y el cupo catalán.
Incluso les resbala que Begoña Gómez y el Hermanísimo estén señalados por corrupción, o que Aldama y sus compinches llevaran bolsas con billetes a Ferraz, o que los tentáculos de Koldo acariciaran los ministerios y autonomías sanchistas.
La salida del presidente para sus pifias es fiable. De hecho, a los electores del PSOE no les incube que en el orden internacional solo aplaudan a Sánchez el grupo terrorista Hamas y la dictadura de Venezuela.
Si Zapatero tiene una relación, digamos, peculiar, con el régimen de Maduro y aparece como muñidor de encuentros sospechosos, no deja de ser para los socialistas un referente más sólido que cualquier político de la derecha. Normal.
Esa izquierda piensa que no todas las víctimas de la violencia política son iguales. Hay unas reivindicables, las «progresistas», y otras olvidables, las «fachas».
Por eso les trae al pairo que las víctimas de ETA se sientan engañadas por el Gobierno, porque, como repiten sus medios, «los etarras ya no matan».
El «puto amo» ha inaugurado así un género político: la impunidad popular. No importa lo que haga porque sus votantes estarán ahí fieles como hooligans, gritando, aplaudiendo y votando a su líder.
Si no hay presupuestos, da igual porque Sánchez llena el vacío con promesas de gasto social que jamás cumple, como la construcción de 260.000 viviendas.
La intención es lo que cuenta, como dicen los malos políticos, y lo importante es participar, como mienten los que recelan del mérito.
El presidente del Gobierno está acorralado, pero no mucho. Estaría perdido si tuviéramos la certeza de que el electorado de izquierdas castiga a sus partidos por los mismos pecados que ve en la derecha.
Si esos votantes fueran coherentes no aguantarían una imputación de un político sanchista o de su entorno, o una mala gestión de lo público, como es notorio que está ocurriendo desde antes de la pandemia. Ni soportarían la más mínima sombra de corrupción. Pero no es así.
Algo pasa con los votantes socialistas que es difícil explicar, y que permite que Sánchez no esté atrapado. Podríamos pensar en el peso de las emociones básicas, como el miedo y el odio a la derecha, pero me temo que es insuficiente.
También es posible añadir el poso autoritario de ver en la democracia un tránsito hacia alguna forma de paraíso estatal sin pluralismo real ni libertades fehacientes.
Quizá están cómodos con las formas de una democracia iliberal donde la separación de poderes no existe, y el Estado de Derecho es solo un sintagma que esconde la arbitrariedad del Ejecutivo.
Nos falta todavía distancia para estudiar este fenómeno político y sociológico. Ahora solo nos podemos acoger a la consecuencia. Sánchez y su entorno más íntimo se han sentido impunes desde hace tiempo, ajenos al cumplimiento de la ley, y con la capacidad para moldear la situación legal (y judicial) a su gusto.
Existe una impunidad de origen popular que lo permite, que da alas a nuestro Red Bull de Moncloa. Sánchez, más listo que responsable, alimenta con fervor, día a día, a ese Minotauro que asegura su poder.
Despliega con devoción goebbeliana un cóctel diario de insultos y bulos, al tiempo que levanta poderosas columnas de humo para que no veamos sus trapacerías.
Hay que reconocer que funciona. Lo que sería un acorralamiento asfixiante para cualquier presidente de esos países que señalamos cuando hablamos de buen gobierno, aquí no cuenta.
Más allá de las noticias y de las imputaciones, e incluso de las querellas de la oposición, Sánchez escapa siempre por el mismo sitio.
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