Selección Española
Camp Nou 9/10/2018
Nos animaba el seleccionador catalán, Hristo Stoichkov. Le grité a Piqué que dejara de mirar el móvil y estuviera atento. Todo fue bien en nuestro primer torneo, pero en el primer aniversario de la independencia, el desafío era llenar el Camp Nou en un amistoso contra la Selección.
Nos animaba el seleccionador catalán, Hristo Stoichkov. Le grité a Piqué que dejara de mirar el móvil y estuviera atento. Todo fue bien en nuestro primer torneo, pero en el primer aniversario de la independencia, el desafío era llenar el Camp Nou en un amistoso contra la Selección.
Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era un hermosa tarde de otoño, hacía sol y desde la banda el seleccionador catalán, Hristo Stoichkov, nos animaba gritando órdenes en una sintaxis incomprensible pero de reconocible entusiasmo caníbal. A partir de ahí, sin embargo, todo empezó a torcerse. El cielo se nubló y Piqué, en el centro de la defensa, se arrojó al suelo y, en lugar de despejar de cabeza, empezó una vez más a revolcarse por el césped llorando, quejándose de que en las redes sociales le ponían a parir de nuevo. Las lágrimas le nublaban la vista y no veía venir el balón. Sin perder la tensión, le grité a Gerard que dejara de mirar el móvil y estuviera atento al corte, pero pensé que quizá nunca debí meterme en aquel lío. En realidad, todo había sido fruto de un error. Cuando fue nombrado Stoichkov, hombre dado a confundirse, alguien debió decirle de mí que escribía en un periódico acusado de derecha extrema. Poco capaz como era para contrastar datos, debió interpretar a todas luces que le decían que yo era un buen extremo derecho y me fichó para la nueva y flamante selección catalana de fútbol.
Compréndame, yo me pasé la infancia chupando banquillo como lateral derecho en el equipo de los salesianos de Horta. Siempre soñé con ser carrilero y correr la banda. La sola posibilidad de jugar a las órdenes del gran Guardiola, junto a ídolos del balompié como Xavi y Piqué, era para mí una oportunidad inolvidable. Decidí callar y no aclarar el malentendido, cosa fácil por otra parte dada la extraña dialéctica de nuestro «coach». Daba por sentado que, en cuanto perdiéramos dos partidos, sería sustituido por Guardiola con quien en secreto sin duda se estaba negociando. De hecho, sabía de fuentes bien informadas que Stoichkov había sido considerado en principio como idóneo para embajador en Corea del Norte, tal como sus tests de aptitud indicaban. Pero finalmente resultó que el nuevo Govern, en bancarrota, no le había pagado las dos últimas nóminas de embajadora en Copenhague a la hermana de Guardiola y había poca sintonía con el de Santpedor. Stoichkov tuvo que hacerse cargo del puesto y tampoco vino finalmente Xavi, porque en la nueva república catalana se podía votar y él afirmó sentirse más cómodo trabajando en países dónde el sufragio no estaba permitido y criticando desde allí a los demás. A pesar de tal decepción, decidí jugar mis bazas y quedarme. Se trataba de aportar lo que pudiera y convertirme en imprescindible para el equipo. Me ayudó ser hombre leído. Puesto que en la nueva república catalana, y según la vigente ley de transitoriedad, las reglas del juego podían cambiarse en cada momento a conveniencia (con el patriótico objetivo de que siempre ganaran los nuestros), llevé a cuestas en todos los partidos un ejemplar de la ley con el que me convertí en azote de los árbitros. Para cargarla conmigo, fue muy útil el bolsito inca de lana que la vicepresidenta, Anna Gabriel, había impuesto como adminículo imprescindible en la indumentaria de la selección catalana. Molestaba un poco para regatear, pero era práctico para transportar leyes y daba un dinámico aspecto «milennial» y reivindicativo a nuestro juego. Todo fue bien en nuestro primer torneo, la «CUP’s Cup», donde ganamos de calle aunque en la final el equipo de lesiones medulares con los ojos vendados de Sant Celoni no nos lo puso fácil. Pero ahora tocaba el gran desafío: llenar el Camp Nou en un amistoso contra la selección española para celebrar el primer aniversario de la independencia. Al nuevo presidente español, Pedro Sánchez, que se definía a sí mismo como especialista en buenrrollismo y espacios de «coworking», le pareció una estupenda idea plurinacional y dijo que, si había patadas, ya le echaríamos la culpa al árbitro entre todos.
Pero ahora, mediado el partido, yo sabía que una vez iniciado el deterioro ya nadie lo pararía y que nuestra suerte deportiva, por así decirlo, pendía de un hilo. Conseguí, no sin protestas, anular el clarísimo gol que acababan de meternos. Fue providencial para ello mi apelación al artículo 20 de la ley de transitoriedad que otorgaba el patrimonio del Estado a la Generalitat, garantizándonos por ende la total posesión de balón puesto que había botado en territorio catalán desde el minuto uno. El arbitro protestó pero le amenacé con el punto 5 del artículo 66 de la ley y su deriva del artículo 72 que otorgaba poderes absolutos al presidente y a su gobierno para nombrar y destituir jueces supremos. No podía ser que la Ilustración se empeñara en imponernos separar lo ejecutivo de lo legislativo y de lo judicial de una manera xenófoba y excluyente; me bastó un gesto a la «Llotja» (palco presidencial) para que el trencilla fuera despedido y sustituido por otro del larguísimo banquillo de árbitros que, en previsión, se había habilitado entre las zonas técnicas de los dos equipos. Cuando vi que Gerard insistía en lamentarse en brazos de Morata, ciscándose en los balones divididos, en la esquizofrenia que empezaba a sentir y en los pases largos y, para qué negarlo, precisos que yo lanzaba hacia atrás desde el córner contrario, me di cuenta de que la cosa empeoraba. Se nos señaló un penalty en contra pero, afortunadamente, mi equipo había interiorizado bien la táctica inculcada en el vestuario. Todos nos dirigimos al linier y lo rodeamos gritándole repetidamente que exigíamos diálogo. El pobre muchacho no comprendía nada, así que hice aplicación del artículo 67 punto 2 de la ley de transitoriedad según el cual, como acusador, podía nombrarlo o destituirlo una votación parlamentaria. Ejercimos nuestro derecho al sufragio y, por once votos contra ninguno, lo echamos. Por supuesto, sólo podían votar en esos casos los de nuestro equipo y no los del equipo contrario. Siempre nos ha gustado el derecho a decidir, pero sólo para nosotros. No nos gusta que lo tengan los demás. En eso, Hitler ya fue un gran adelantado del derecho a decidir; pero a decidir sólo él.
Faltaban diez minutos para terminar cuando comprendí que no había nada que hacer, que aquel año tampoco marcaríamos ningún gol. En la zona técnica nuestro entrenador, hombre muy de merienda, se rascaba la cabeza concentrado en comerse un plátano y averiguar primero cómo pelarlo. Ilustraba, fiel a la ley, el hilarante, si bien descriptivo, sintagma de la «cognición limitada» que cita literalmente nuestra ley fundacional de transitoriedad en el punto 1 de su artículo 75.
Activé entonces el protocolo de invasión del campo por el público antes del pitido final, lo cual invalidada el resultado. Se hizo según al artículo 85 de nuestra ley, tal como dice, «con base ciudadana, transversal, participativa y vinculante». Se usó el modus operandi habitual, consistente en una muchedumbre que rodeaba al contrario, vociferándole todos furiosamente a un palmo del oído: «Somos gente de paz».
Abandoné el campo, satisfecho del deber cumplido, pero sin olvidar antes de volver a casa el encargo de mi querida esposa de conseguir Tampax en el mercado negro, dada la escasez de productos de higiene íntima que aquejaba al comercio regular. En conjunto, todos los sucesos del día me recordaban vagamente, no sé por qué, al primer capítulo de un libro de Mendoza que describía un partido de fútbol entre locos en un manicomio. Pero no iba a preocuparme. Al fin y al cabo, habitábamos un futuro triunfal.
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