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Católica Majestad

La Razón
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Asistí hace dos años a una audiencia con los entonces Príncipes de Asturias. Don Felipe y doña Letizia recibían a un grupo de niños que habían ganado un concurso nacional para la elaboración de un cartel sobre la infancia misionera, el Domund, cuyo cincuentenario celebrábamos entonces. A los premiados les acompañaban sus padres y el jurado: artistas, galeristas, diplomáticos, pintores, periodistas –yo entre ellos– presididos por el arzobispo de Toledo. Hubo un momento de cierta tensión cuando doña Letizia preguntó por la forma en que se formaba a los niños en las catequesis. Intervino entonces don Felipe para explicar a su esposa cómo era esa formación y agradecer las dos cabezas de cerámica –un negro y un indio– con la ranura para monedas en la cabeza, que habían regalado a las infantas Leonor y Sofía.

Las explicaciones que le dio el hoy Rey de España me hicieron comprender que no sólo había recibido una buena formación en su colegio y familia, sino que sentía lo que decía y lo decía con afecto y agradecimiento. Don Felipe es heredero de una tradición, de esas que quizá pesan demasiado, pero me pareció que vivía su fe con relativa y tranquila madurez. Y lo comenté con los asistentes, que recibieron la misma impresión.

Las relaciones de sus antepasados con la religión católica han dado lugar a abundante literatura. En ellos la vida personal se confunde con su gobierno, y su actitud ante las guerras, y hacia sus ciudadanos. Algunos de aquellos reyes son hoy más conocidos por sus amantes; por haber expulsado a órdenes religiosas, incluso por imponer o disolver la Inquisición... Quizá no fueron muy ejemplares. Pero también los hubo. Y entre ellos destaca Isabel I, a la que llamaron la Católica. Pero ese sobrenombre tampoco se lo impusieron sus amigos. Ni sus enemigos.

El título o tratamiento de católico referido a los reyes de España fue concedido a Fernando de Aragón e Isabel I de Castilla y sus sucesores, por Alejandro VI mediante la bula Si convenit el 19 de diciembre de 1496. El documento papal hacía referencia a la adscripción religiosa de los soberanos y a su defensa de la fe católica. Pero el papa Borgia tenía otras razones para la concesión de este título que bien podía equipararse al que utilizaban los reyes franceses -a los que se aplicaba el de Cristianísimos: España comenzaba una nueva etapa en su historia y el descubrimiento y colonización de América añadía nuevos retos al futuro de nuestra monarquía en el mundo. Además, el Papa invocaba para su concesión la liberación de los estados pontificios y del feudo papal del Reino de Nápoles, que había invadido el cristianísimo Carlos VIII de Francia; la reconquista de Granada del islam; la expulsión de los judíos que no aceptaron bautizarse; y los esfuerzos de ambos monarcas en su cruzada contra los mahometanos. A ello se añadían, como he dicho, la categoría humana y cristiana de ambos soberanos. Ese título de Católico se volvió a otorgar a Carlos V en 1517, después de lo cual quedó incorporado al uso diplomático y de las cancillerías. Pero sólo a partir de entonces.

Quizá por eso a muchos seguidores de la serie televisiva les sorprendió que, entre Fernando e Isabel se trataran de Alteza. Pero es que hasta entonces el tratamiento de «Majestad» únicamente lo ostentaba el Emperador –Rey de Romanos– y el Papa en tanto que Jefe de Estado de un importante país y territorio; y por eso los Reyes Católicos sólo empezarán a ser tratados de «Majestades» a partir de 1496, cuando la citada bula les otorgó el título de «Católicas Majestades».

Desde entonces, todos los reyes de España lo han utilizado, aunque el título correspondía tradicionalmente al rey de España en exclusiva, y no a su consorte. Actualmente ya no hacen uso de él, pero la web de la Casa Real recuerda su origen y el uso que tuvo: «Hizo referencia en su momento a la concreta adscripción religiosa del monarca y a su defensa de la fe católica, aunque también denotaba, según ciertas interpretaciones, una proyección de carácter ecuménico y universalista en un momento en el que, por primera vez en la historia del mundo, un poder político –en este caso la Monarquía Hispánica– alcanzaba una dimensión global con soberanía y presencia efectiva en todos los continentes –América, Europa, Asia, África y Oceanía– y en los principales mares y océanos –Atlántico, Pacífico, Índico y Mediterráneo–.

Las razones de este nuevo planteamiento habría que encontrarlas sin duda en la Constitución de 1978, que recuerda que «Ninguna confesión tendrá carácter estatal», pero que también señala que «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación tanto con la Iglesia católica como con las demás confesiones. (Artículo 16, apartado 3).

Así las cosas, no resulta extraño que se eliminaran en la proclamación de Felipe VI las referencias públicas a su religión católica: crucifijo, Misa de Coronación, o bendición episcopal, entre otras; aunque sabemos que privadamente tuvieron lugar, como oportunamente informó de ello la Casa del Rey. Por todo ello resulta aún más llamativa la sorpresa que algunos medios de comunicación hicieron ante la presencia del Rey este año en la Semana Santa de Sevilla. No sólo resulta razonable que asista –si es su gusto personal–, sino que está perfectamente justificado que lo haga, no en virtud de una tradición, sino de unas creencias que por otra parte comparten la mayoría de los ciudadanos.

La anunciada Primera Comunión de la Princesa de Asturias Leonor sitúa a la futura Reina de España en esa misma tradición. Ya nadie habla de matrimonio entre la Corona y el Altar. Los reyes y reinas tampoco lo son por derecho divino, ni tienen potestad sobre lo eterno. Son, como muchos de sus ciudadanos, personas que viven su fe. Y si eso es bueno para ellos, será también bueno para todas las personas que les rodeen. No es poco.