Política

Barajas

Pérez Rubalcaba, ¿chivato en el «caso Faisán», o chulo y opresor para ETA?

Las negociaciones con ETA y el «caso Faisán» hicieron que la oposición parlamentaria le acusara de «vulnerar el Estado de Derecho» y exigiera su dimisión

Alfredo Pérez Rubalcaba, en su etapa como ministro del Interior. Foto: Alberto R. Roldán
Alfredo Pérez Rubalcaba, en su etapa como ministro del Interior. Foto: Alberto R. Roldánlarazon

El supuesto hacedor del «chivatazo» a ETA en el «caso Faisán»; el que estaba detrás de todas las escuchas y enjuagues que se pueden imaginar; el que trató, y logró, un final ficticio, pero final «armado» de ETA (porque el «aparato político» de la banda sigue más vivo que nunca); el que animaba a la Guardia Civil, tras los asesinatos de dos agentes en la localidad francesa de Capbreton, para continuar con su trabajo y lograr derrotar operativamente a la organización criminal, con la detención del autor de dichos asesinatos; el que ETA no dudó en calificar, así, a secas, de «chulo y opresor».

¿Con qué faceta de Alfredo Pérez Rubalcaba nos quedamos? Porque en la enumeración que antecede a estas líneas hay para elegir, aunque alguna opción esté desacreditada al no existir ninguna sentencia de los tribunales contra él. Rubalcaba, un socialista de la antigua escuela tan distinta de la que hoy conocemos, fue, ante todo, un político hábil, decidido, comprometido con el partido desde los tiempos difíciles de la clandestinidad y al que nadie que le haya conocido con una cierta proximidad, puede negarle su patriotismo.

No era de los que paraban ante la primera barrera que encontraba y diseñó un final de ETA, en el que puso en marcha la conocida política del «palo y la zanahoria». Estaba convencido, porque disponía de información de calidad que le suministraban los expertos de las Fuerzas de Seguridad, de que se enfrentaba a una banda terrorista desnortada, con poca operatividad y, por lo tanto, muy peligrosa.

Sabía, y lo reconocía en privado, que se iba a meter en un berenjenal del que era muy difícil salir indemne; pero, aún así, lo hizo. Pensaba que si a los terroristas se les hacían concesiones políticas, terminarían por dejar las armas. Pero a la vez, redobló la presión policial contra los pistoleros. Un lío, como vulgarmente se dice, que sólo un personaje como Rubalcaba podía gobernar con errores y aciertos. En estos asuntos tan complejos, siempre hay un día marcado en rojo en el calendario. Fue el 30 de diciembre de 2006 y nunca se lo perdonó a ETA.

Prometió que se producirían cientos de detenciones, entre ellas dentro del «aparato político» de la banda, y lo cumplió de forma inexorable. Y, si no, que se lo pregunten a alguna de los actuales dirigentes de la llamada izquierda abertzale, que se han pasado unos años en la cárcel, entre ellos Arnaldo Otegui y su amigo Rafael Díez Usabiaga.

Aquel 30 de diciembre de 2006, cuando los pistoleros interrumpieron el proceso de negociaciones con el Gobierno socialista mediante el atentado contra uno de los aparcamientos de T-4 del aeropuerto de Barajas, su trayectoria, que había empezado a ir cuesta abajo tras la operación de la Guardia Civil en marzo de 1992, al ser detenidos los principales cabecillas en la localidad francesa de Bidart, entró definitivamente en barrena.

Alfredo Pérez Rubalcaba, un político al que se atribuyó siempre un gran poder, parte del cual ejercía sabiamente desde la sombra, fue, pese al diseño de un fin negociado de ETA, a la que las Fuerzas de Seguridad a sus ordenes le restaban día a día operatividad, un buen ministro del Interior. Si todas las acusaciones lanzadas por sus opositores políticos hubieran sido verdad, le habría llegado la hora final en una celda carcelaria. Sin duda, el llamado «caso Faisán», manejado, como otros, con una tremenda fuerza mediática por sus rivales, es el que le marcó poco menos que como un amiguete de los pistoleros. A estas alturas, con la perspectiva del tiempo, parece complicado mantener tales aseveraciones, porque o se es amigo o «chulo y opresor». Para los que no van a cambiar de opinión, ningún argumento es válido. Los que han pasado o siguen en la cárcel, gracias a las operaciones que dirigió como ministro del Interior, algunas de ellas de singular importancia, seguro que no dirán cosas agradables del fallecido. Por citar a dos de ellos, Garikoitz Azpiazu, «Txeroki»; y Mikel Carrera, «Ata», condenado a cadena perpetua por la Justicia gala al quedar probado que fue uno de los asesinos de Capbreton.

En una comparecencia parlamentaria, tras el atentado de la T-4, explicó gráficamente su estrategia: «di órdenes de que todos los movimientos fuesen reversibles y de que la Policía se mantuviese vigilante». Era verdad y los hechos lo probaron.

Las negociaciones con ETA y el «caso Faisán» hicieron que la oposición parlamentaria le acusara de «vulnerar el Estado de Derecho» y exigiera su dimisión, ya que había actuado «al margen de la Ley» y engañado «a todos los españoles». Al final, lo que vale es la «prueba del algodón» y lo cierto es que si prometió, como se dijo, que todos los presos iban a ser excarcelados, la realidad es que no lo cumplió.

Escribí el 16 de diciembre de 2007, cuando ETA llamó a Rubalcaba «chulo y opresor» que podía «sentirse orgulloso de haber recibido esa «medalla » de los pistoleros etarras.

Ser ministro del Interior, y ya he conocido a muchos, es uno de los puestos más difíciles de la Administración del Estado. Nadie que haya pasado por el despacho del Paseo de la Castellana 5, puede decir que no haya atravesado por malos momentos; que haya tenido que tomar decisiones difíciles y complicadas de explicar; que haya sufrido ataques , algunos con razón y otros por motivos espurios.

La sincera expresión de desear el descanso eterno a los fallecidos, tiene en este caso una especial significación, porque a cualquiera que haya sido ministro del Interior, España le debe algo...o mucho. A Rubalcaba le juzgará la historia.

“Papá, es Alfredo”

Tenía cinco años y cada vez que oía sonar un teléfono móvil se abalanzaba hacía él y respondía con toda soltura. Aquel día, mi hija Casilda mantuvo la conversación durante tres o cuatro minutos con su interlocutor y se la veía absolutamente contenta. Al final, se acercó y me dijo: “papá, es Alfredo”. En efecto, era el ministro del Interior que de vez en cuando me preguntaba por la niña, con un nombre difícil de olvidar.

Cuando alguien muere, hay una tendencia a hablar bien del fallecido, aunque en vida se hayan proferido contra la persona auténticas barbaridades e infundios.

Discrepé, siempre en plano de educación y respeto, con Rubalcaba por el fin que había diseñado para ETA, con el que no estaba, ni estoy, de acuerdo. Era un hábil discutidor, te acorralaba con sus argumentos, pero a no me consiguió “llevar al huerto”. Aún así, sentía un sincero aprecio por esa innegable voluntad de vencer que presidía sus actos y porque siempre, en los momentos más difíciles y más dolorosos, estuvo del lado de las Fuerzas de Seguridad del Estado; y, por supuesto, de las víctimas.

Por cierto, que es de los pocos ministros que nos ha intentado “comprar” a los periodistas, al regalarnos por Navidad una lata de anchoas de su tierra, por supuesto. Estaban buenísimas.

Conocedor de mi amistad con el general de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo y los problemas de corazón que había sufrido durante su paso por prisión., siempre me preguntaba por su salud y me pedía que le trasmitiera un abrazo.

Los expertos en la lucha contra el terrorismo, los que estaban situados en primera línea, le apreciaban ya que veían en él a un auténtico jefe, su ministro, en un asunto tan complicado como el combate contra los liberticidas.

Descasa en paz Alfredo, buen amigo, porque en la discrepancia es donde se forjan las amistades sinceras.