Política

El desafío independentista

De la revolución de las sonrisas a la quema de banderas

En la marcha de las CUP se quemaron un año más los símbolos nacionales
En la marcha de las CUP se quemaron un año más los símbolos nacionaleslarazon

Si algo confirma la manifestación de ayer es que Cataluña anda dividida no sólo en el Parlament, también en la calle. Carles Puigdemont, que se lo juega todo a la respuesta ciudadana, no las puede tener todas consigo, pero intenta mantener el optimismo. «Hoy volverá a demostrarse que todo esto no lo puede mandar ni ordenar ningún hombre solo, ningún partido, ni ninguna institución. Es la fuerza de la gente», decía en un tuit antes de arrancar la Diada. Tras el espectáculo que los soberanistas ofrecieron en el Parlament para aprobar las leyes de la ruptura, la única manera de recuperar el espíritu democrático de «la revolución de las sonrisas» era que la gente saliera a la calle para reiterar al Estado que quiere votar. Salió un millón de personas, según la Guardia Urbana, que habrá que escuchar. Aunque desde la marcha espontánea de 2012, se ha apeado medio millón. Como Júlia.

Hace seis años, salió a la calle todo el catalanismo, los que querían protestar por la sentencia del Tribunal Constitucional contra el nuevo Estatut, los que todavía confiaban en un pacto fiscal, los que querían decidir y los que querían la independencia. Júlia, que entonces estaba embarazada, era de las terceras, quería un referéndum. Pero un referéndum con garantías, no como el que quiere organizar el gobierno de Puigdemont. Ayer se quedó en casa y a la manifestación fue su marido, Pol, con su hijo Marc, que con cinco años, en medio de un mar de gente vestida de amarillo chillón, el color de la «performance» de este año, chillaba: «Votarem, votarem».

Desde el meollo, la manifestación que cada 11 de septiembre organizan la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y Òmnium es un reguero de emociones. En el cruce de paseo de Gràcia con Aragón, el epicentro del acto, donde se dibuja un signo positivo, miles de independentistas excitados –porque están como sardinas enlatadas, no estarlo sería una tragedia–, sonríen, cantan «Què tinguem sort» de Lluís Llach, corean que quieren votar y aplauden al presidente de la ANC, Jordi Sànchez, cuando dice cosas graves como que «nos declaramos insumisos de los tribunales y los fiscales». O cuando en castellano pide a los españoles que no dejen que el Gobierno vulnere los derechos democráticos de los catalanes, porque si no lo impiden, «luego irán a por vuestras imprentas y medios de comunicación».

Una pancarta que dice «2017, y todavía hemos de salir a la calle para gritar “queremos votar”», recoge el espíritu de la manifestación, con muchos abuelos y nietos. Pero pancartas con la esvástica en medio de la bandera española u otra que invita a buscar la diferencia entre Erdogan y Rajoy, «uno jode a los kurdos y el otro a los catalanes», golpean a un movimiento que presume de cívico. Igual que la CUP, cuando en su manifestación anticapitalista queman banderas españolas, francesas y europeas.