El desafío independentista

De otras peores hemos salido

España ha superado momentos muy críticos en su historia: la aprobación de la reforma política, la legalización del PCE, el golpe del 23-F o la ilegalización de Herri Batasuna

De otras peores hemos salido
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España ha superado momentos muy críticos en su historia: la aprobación de la reforma política, la legalización del PCE, el golpe del 23-F o la ilegalización de Herri Batasuna.

Con la destitución del levantisco Gobierno catalán y la intervención temporal de la autonomía catalana, entramos en un territorio inexplorado, no exento de trampas y dificultades. No es extraño que se ande con cautela, pisando con pies de plomo. Tratándose de Rajoy, un político tranquilo y prudente, especialmente cauteloso, nadie duda de que le ha costado lo suyo decidirse a dar este paso que, salga bien o mal, lo sitúa ya en las páginas de la Historia. Nunca lo habría pretendido él. Por eso se ha resistido hasta el último momento a aplicar el artículo 155 para devolver a Cataluña la normalidad constitucional. Le ampara el mandato público del Rey y le acompañan en este difícil trance las principales fuerzas políticas españolas y, de forma contundente, todos los gobiernos e instituciones europeas. Se trata de la titánica tarea de reconstruir en Cataluña la convivencia y de restablecer las estructuras del Estado desmanteladas, paso a paso, en los últimos treinta y cinco años. Es la primera vez que el presidente Rajoy ha tomado la iniciativa en este desafío, y trabajo le ha costado.

Es normal que, conociendo el poder de resistencia de los que hoy mandan en Cataluña y de su capacidad para agitar la calle, se midan bien los riesgos y las respuestas. La pretendida superioridad moral de los soberanistas, exhibida machaconamente dentro y, sobre todo, fuera de España, cae por su propio peso si se pone de manifiesto, con hechos y datos incontrovertibles, que todo el «procés» está basado en la visión de unos iluminados irresponsables y en un gigantesco cúmulo de falsedades y mentiras. Y ya se sabe que la mentira tiene las patas muy cortas. Sobre todo, es una aventura fuera del contexto histórico. Pero desmontar este gran trampantojo de la independencia entraña serias dificultades. Recuperar la concordia llevará tiempo. Y las asechanzas esperan. Es natural que se note en el rostro de todos los protagonistas un cierto miedo a lo desconocido.

Es verdad que no hay precedentes. El amago del Gobierno de Felipe González en 1989 de aplicar en Canarias este artículo 155 ante la rebelión fiscal de las Islas quedó en nada. El Gobierno canario, que presidía Lorenzo Olarte, amigo de Suárez, reculó ante el requerimiento y no hubo más. Fue un asunto menor. Pero España, desde la muerte de Franco, ha pasado por momentos mucho más críticos. Uno de ellos fue la aprobación en noviembre de 1976 de la ley para la Reforma Política, que acababa con el régimen anterior. Las Cortes franquistas votaron su autodisolución, no sin resistencias, y se inició la Transición a la democracia. El Gobierno de Suárez estaba solo. La desconfianza de la clase política y de los medios de comunicación era patente. El marco general se presentaba preocupante. La amenaza del golpe de Estado se veía alentada por la violencia terrorista. España estaba al borde de la bancarrota. Se buscó crédito en Washington, pero Estados Unidos se negó a financiar la democracia española. Embajadas como Suecia y Filipinas avisaron a sus conciudadanos que estuvieran preparados para abandonar España. Etcétera. Aquél sí que era un camino inexplorado. Pero se demostró entonces que la fuerza de un país y su confianza se construyen en momentos difíciles. Ahora es de esperar que ocurra otro tanto.

Echando la mirada atrás, otro momento crítico fue la legalización del Partido Comunista, aquel Sábado Santo de 1977, en contra del deseo y el poder del Ejército y de un sector nada desdeñable de la clase política dirigente y de la opinión pública. Ni el Gobierno de Estados Unidos ni el canciller Willy Brandt ni el PSOE empujaban a favor de una legalización inmediata, sino todo lo contrario. El coletazo de esta legalización fue el golpe frustrado del 23-F. La revuelta silenciosa de los cuarteles era entonces mucho más peligrosa que las amenazas revolucionarias actuales de la CUP, Omnium y la Asamblea Nacional. Puigdemont y Junqueras saben que la Justicia les sigue los pasos de cerca, lo mismo que hizo con los golpistas del 23-F. La Justicia es implacable. De pronto se sentirán solos, a pesar del ruido de la calle. Están ya rodeados y ahora el Gobierno de España no está, como entonces, a la intemperie, sino bien acompañado. En fin, otro momento delicado, más parecido a lo que pasa hoy en Cataluña, fue la ilegalización de Batasuna por el Tribunal Supremo el 27 de marzo de 2003 y el rechazo del «Plan Ibarretxe», que también rompía las costuras de la Constitución. Los alarmistas levantaron la voz. El País Vasco iba a arder por los cuatro costados. No pasó nada. A partir de entonces, ETA se fue disolviendo como un azucarillo, se hizo la paz y empezó a restablecerse la convivencia. Acaso sea verdad que no hay mal que por bien no venga. Es de esperar que, paso a paso, tras algunas convulsiones, se imponga la concordia y los catalanes tengan la oportunidad, una vez más, de ejercer su derecho a decidir y elegir a sus representantes en unas elecciones libres, con plenas garantías.