
Defensa
¿Por qué España no tiene bombas atómicas?
Durante décadas, España coqueteó con la idea de convertirse en una potencia nuclear, pero diversos factores políticos, económicos y estratégicos acabaron por enterrar esa posibilidad

En el convulso escenario internacional de la Guerra Fría, en el que la posesión de armas nucleares era sinónimo de poder y prestigio mundial, España también aspiró a tener un asiento entre las grandes potencias. Bajo el régimen de Franco, se gestó un ambicioso y discreto plan para dotar al país de armamento atómico: el conocido como Proyecto Islero. Sin embargo, a pesar del interés, los avances técnicos y las alianzas discretas, España nunca llegó a construir una bomba nuclear. ¿Por qué?
¿Por qué España nunca llegó a tener una bomba nuclear?
Tras la Segunda Guerra Mundial, el régimen franquista quedó internacionalmente aislado, excluido del Plan Marshall y con escasas alianzas diplomáticas. La Guerra Fría ofrecía, sin embargo, nuevas oportunidades. En un mundo dividido entre los bloques liderados por Estados Unidos y la Unión Soviética, la posesión de tecnología nuclear se convirtió en una herramienta de disuasión, influencia y legitimación internacional.
España, aún fuera de la OTAN y de la Comunidad Económica Europea, vio en el poder nuclear una forma de ganar peso geopolítico, blindar su seguridad y reafirmar su soberanía. Este fue el caldo de cultivo que dio origen al Proyecto Islero, lanzado en los años 60 y liderado por científicos como Guillermo Velarde, una figura clave en la ingeniería nuclear española.
El Proyecto Islero: entre la ciencia y la estrategia militar
El objetivo del Proyecto Islero era claro: desarrollar una bomba atómica de fabricación nacional. Para ello, se aprovechó el impulso de la energía nuclear civil que España ya desarrollaba a través de centrales como la de Zorita o Vandellós. Pero detrás de los reactores civiles, se escondía una doble intención: obtener plutonio de grado militar que pudiera servir para fabricar un dispositivo explosivo.
Francia, que ya había ensayado sus propias armas nucleares en el Sahara, fue uno de los principales aliados indirectos. Bajo convenios de cooperación civil, los ingenieros españoles accedieron a tecnología e información clave. No obstante, Estados Unidos, que mantenía una ambivalente relación con el régimen franquista, también vigilaba de cerca los avances, preocupado por una posible proliferación nuclear en el sur de Europa.
En 1955, España firmaba con el país norteamericano un acuerdo de cooperación nuclear, impulsado por Dwight D. Eisenhower. Este acuerdo permitió a España recibir su primer reactor nuclear, el de Zorita, y también uranio enriquecido marcando el comienzo de la energía nuclear en España.
Años más tarde, la independencia de Marruecos en 1956 y las crecientes presiones posteriores hacia los territorios españoles en África suponían un punto de inflexión geoestratégico para España en su relación con Estados Unidos. Washington estrechaba lazos con Rabat, lo que generó inquietud en el Gobierno español. En este clima de tensión, la élite militar franquista comenzó a contemplar con mayor seriedad la necesidad de desarrollar su propio arsenal nuclear como forma de reforzar la disuasión y asegurar un papel autónomo militar en el escenario internacional. Fue entonces cuando a partir de 1963, se concretó el nacimiento del mencionado Proyecto Islero.
Ya en la década de los sesenta, el 17 de enero de 1966, un bombardero estadounidense B-52 colisionó en vuelo en la costa almeriense de Palomares y dejó caer cuatro bombas termonucleares, cada una de ellas 75 veces más potentes que las que se lanzaron en Hiroshima. Este acontecimiento tuvo una inesperada relevancia en los planes secretos españoles para fabricar una bomba atómica. Aunque oficialmente se trató de un accidente que puso en evidencia los riesgos del armamento nuclear estadounidense en suelo español, en los círculos científicos y militares del régimen se interpretó como una oportunidad para impulsar la investigación de una bomba atómica española.
El acceso al material contaminado, principalmente plutonio, y a tecnología avanzada permitió a ciertos sectores del Proyecto Islero estudiar de primera mano los efectos y la estructura de las bombas estadounidenses. Si bien España no logró extraer material directamente útil para su propio arsenal, el incidente sirvió como impulso técnico y simbólico: demostró la cercanía del poder nuclear y la necesidad de tener capacidad propia para gestionarlo, en un contexto donde la dependencia tecnológica se percibía como una debilidad estratégica.

Sin embargo, a partir de los años 70, el panorama internacional comenzó a cambiar. El miedo del Gobierno franquista a represiones estadounidenses fue anticipando el final del proyecto. Más adelante, El Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), firmado en 1968 y en vigor desde 1970, estableció una clara división entre potencias nucleares reconocidas (Estados Unidos, URSS, Reino Unido, Francia y China) y el resto del mundo, al que se animaba a renunciar a la bomba a cambio de acceso pacífico a la tecnología atómica.
Esta renuncia se aceleró tras el asesinato de Luis Carrero Blanco. El entonces presidente del gobierno era uno de los grandes impulsores políticos de la investigación con energía nuclear. A finales de 1973, según Guillermo Velarde, España tenía ya la capacidad técnica para producir hasta tres bombas nucleares anuales. Con ese dato sobre la mesa, Carrero planteó la cuestión directamente al secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, durante una reunión en la que le expuso el dilema: o un nuevo acuerdo bilateral en pie de igualdad o el desarrollo autónomo de armamento nuclear. Kissinger evitó comprometerse. Al día siguiente, el 20 de diciembre de 1973, Carrero Blanco fue asesinado en Madrid por ETA, truncando de golpe la principal cobertura política del proyecto.
La Transición democrática tras la muerte de Franco en 1975 supuso un cambio radical en la política exterior española, que apostó por la integración en Europa y la normalización diplomática. España no firmó el TNP en un primer momento, pero las presiones crecientes, tanto de Estados Unidos como de organismos internacionales, comenzaron a pesar.
El Gobierno de Felipe González dio el paso definitivo: en 1987, España firmó y ratificó el TNP, comprometiéndose oficialmente a no desarrollar armas nucleares. A partir de ahí, toda la infraestructura del Proyecto Islero se desmanteló o fue reconvertida a usos exclusivamente civiles.
Hoy en día, España no tiene ninguna de las 12.000 cabezas nucleares en el mundo ni un programa para desarrollarlas. Pero el conocimiento acumulado en las décadas del Proyecto Islero no se perdió del todo: ha servido para fortalecer la formación científica y tecnológica del país en materia energética y de defensa.
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