Cataluña
Diada «made in Taiwán»
La nutrida mercadotecnia de la fiesta soberanista tiene acento chino. Banderas, gorros, bufandas con la estelada y hasta remedos de pasaportes catalanes. La pela es la pela
La nutrida mercadotecnia de la fiesta soberanista tiene acento chino. Banderas, gorros, bufandas con la estelada y hasta remedos de pasaportes catalanes. La pela es la pela
La Rambla es al independentismo lo que la zona cero a Nueva York, un solar devastado por la atronadora bomba del turismo y del mestizaje. De aquí al epicentro de la Diada, ya sea por la avenida Diagonal o los paseos de Sant Joan y Lluís Companys, son necesarias no pocas paradas del metro: un planeta, toda una nacionalidad de distancia para un tipo corriente de provincias.
Camino abajo por La Rambla, en este caluroso septiembre, sólo la sombra de los plátanos sugiere sosiego en medio de la efervescencia que alienta la víspera de la magna manifestación preparada para hoy. Pero en el paseo de La Rambla, quizá también en otros muchos puntos de Cataluña, el movimiento tiene más que ver con la pela que con la identidad.
El minero que baja con un canario como prevención al grisú, el soldado que atraviesa un campo sembrado de minas o el actor que representa a Calígula son actividades de más incómoda realización que la de un reportero de la prensa de Madrid a un día de la celebración de la Diada en Barcelona. Pero así, así. Como suele decirse, lo peor no es la negación, sino la indiferencia. Silencio.
La pregunta es aire y va al aire, que decía aquel. Sólo un enfermo con bubones visibles o un afectado por ébola podría resultar más ignorado que un redactor de Madrid preguntando por una calle barcelonesa. ¿La pela o la identidad?, como íbamos diciendo. «Lo que se pretende es sustituir el acento de los políticos europeos. Cuando un rumano hable francés, que el sonido se parezca más al catalán que al castellano. El resto es lo de siempre, el dinero».
Este camarero, Juan, por ejemplo, prefiere no revelar su nombre. «No es temor, es por no señalarme, ya sabe usted», aclara. A Juan, originario de Badía y acérrimo madridista confeso, le ha sorprendido el tenor de la camiseta elegida en esta edición para la Diada. «Con ese blanco y el 11 en la espalda, parece la camiseta de Gareth Bale», dice señalando el muestrario que vende un chino, a menos de una manzana.
La industria china, por mucho que le pese a Gabriel Rufián, diputado en el Congreso por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), supera en paños a la de Sabadell o Terrasa. Rufián es un chico que desprende ingenio al paso y acostumbra a azotar a Amancio Ortega, adalid del capital, por unas supuestas remotas fábricas en países pobres. A este comerciante chino, Li Yuan, no vendrá a comprarle la renovada voz de ERC. Distintos son los teléfonos desde los que llamará o los pantalones que se embutirá, todos fabricados en una factoría «made in Catalonia». Por las que hilan.
Sería una verdadera pena que la Cataluña levantisca no se paseara a apreciar el repertorio que la industria china, «la pela es la pela», ha dispuesto para la Diada de hoy. Además de las camisetas blancas, blanquísimas, como el Bernabéu, el despliegue mercadotécnico resulta formidable a la vista. Li explica la variedad de su género con un duro acento catalán, tan duro que podría patinarse sobre él. Están las banderas, las chanclas, los gorros, las bufandas, los dulces, los bikinis, las zapatillas, todos con los colores de la estelada.
Está «Els Segadors» en un deuvedé de diseño peregrino. El abrigo para el perro, «sólo pelos pequeños», aclara Li, quien reconoce importarle una higa Hong Kong o Taiwán. Junto a las chapas conmemorativas, algunas de 2015, están las más atrevidas ocurrencias: del pasaporte de los países catalanes al DNI catalán se pasa con una desenvoltura que pone los pelos de punta.
Repentinamente, el mundo en Cataluña se ha hecho estelado, un completo universo con todos sus avíos y, claro, una lista de biensonantes horizontes de prosperidad, honradez y armonía. «Todo sería igual», dice un músico callejero junto a la plaza de Cataluña. «No creo que las personas cambiaran por que se sustituyan los nombres y las banderas». Al fin y al cabo, más que de un cambio, se trata de una sustitución. Y en el ambiente se perciben las muchas Diadas existentes. De una ventana abierta se escapa cantando El Fary y, de otra, quizá en una dura competencia que venga de lejos, irrumpe la estaca de Luis Llach. Es la víspera del día de Cataluña, una fiesta.
Como en todas las fiestas, aquí se quiere hacer negocio vendiendo lo que sea con los colores de la independencia. Hay monigotes de aire medieval que anuncian un menú en un restaurante de la Gran Vía: la crema de bolets y el gazpacho, por disímiles que parezcan, figuran uno detrás de otro. Está quien vende flores, aunque no sea San Jorge, Jordi en vernáculo, pero da lo mismo. Y camisetas de Messi con la equipación de la banderola. Una coral actúa en Roquetes, junto a un cartel que anuncia la venta de billetes de autocares que desembocarán hoy en Barcelona para hacer cifras.
La independencia, tal que otros numerosos artificios sociales y políticos, consiste en la elaboración de un relato más o menos verosímil. Y, como todo cuento, es precisa la sucesión de mitemas y símbolos con los que salir maquillado de casa. El «merchandising», naturalmente, forma parte de ello. Lo último ha sido la apropiación del color blanco de las camisetas –«A punt», rezan sobre el blanco–, porque el desarrollo del casteller o de la butifarra deriva de tiempos menos líquidos.
En la apropiación de formas, colores y personajes destaca la de Colin Kaepernick, el jugador de fútbol americano que se niega a rendir respeto al himno nacional. En esas, España podría aprovechar y ofrecerle una nacionalidad como a los colombianos, peruanos o a los sefarditas de Chicago, Tetuán o Esmirna. Y, de paso, a esos catalanes que se empeñan en la centrifugación y el desagüe.
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