
Extremo centro
Mi doce de octubre
Un político de izquierdas es hoy, antes que cualquier otra cosa, un portavoz de su propio malestar

En redes sociales una chica de izquierdas negra en un acto de Podemos repite que lo que España representa confronta con ella.
Entiendo que no están los progresistas como para tener demasiados debates ahora mismo, pero sería interesante saber por qué si un negro tiene que estar muy orgulloso de su color de piel y de sus orígenes africanos, los chavales blancos de barrio que me pidieron ayer una fotografía no deberían estarlo de ser españoles.
Un político de izquierdas es hoy, antes que cualquier otra cosa, una persona que hace de portavoz de su propio malestar emocional.
Una máquina capaz de leer como colectiva una experiencia problematizada con el color de su piel, con su cuerpo, con su infancia, con su deseo sexual, con sus afectos, sus sentimientos o con la familia en la que ha crecido.
Con esos comportamientos para-sociales lo que trata es de capturar empatía, enjaularla y orientarla hacia mi supuesta culpabilidad en su propia pena.
Sin embargo, no parece que haya esperanza o futuro alguno que resida en esa propuesta. Solo una letanía. Un cabreo. Una sensación de disconformidad que no se evapora ni con Pedro Sánchez al frente del Gobierno.
No sé como explicar a esos gnomos narcisistas como suenan sin que estas columnas se conviertan en el diván de un terapeuta. Pero es que escribo sentado en el AVE de camino a Sevilla, alejándome por penúltima ocasión de mis hijos.
Me pierdo otro sábado con ellos para hablar sobre lo importante que es la familia delante de los niños creciditos de otra gente a la que no conozco.
A quién le echo la peta por mi vida paradójica y mis contradicciones, si me embarga la pena al alejarme y voy camino a hablar del peligro que reside en la luz y en la alegría.
A quién culpo de la herida que reside oculta en el orden natural de las cosas.
A qué ministro del Ejecutivo maldigo en nombre del sentido inexorable del río que nos empuja a la separación de lo que hemos encontrado.
Pero voy a hablar a una fiesta, no a un velatorio. Así que supongo que haré un poco el payaso de siempre y a la audiencia le hará gracia que mi hija, preocupada como está por mis bronquios, haya tirado enfadada todo el tabaco que encontraba por casa.
Se reirán cuando explique cómo por primera vez en diez años, por miedo a la mirada de rechazo de una adolescente y no a mi propia muerte, no he comprado nada en el estanco de Méndez Álvaro.
Queda por ver si durante la noche consigo no pedir a alguien un cigarro, aunque quizás eso no sea lo más importante.
Formar parte de la vida y del dolor es la única manera de importarle a los demás. Aunque a veces tardamos demasiado en entender que nunca decidimos de quién somos y a quién le cobramos la factura que nos vamos a encontrar.
Amigos progresistas, que sé que es normal sentir pánico frente a la sensación de fragilidad y dependencia en la que vivimos. Pero que por fin hablé con J., que se ha instalado al otro lado del océano Atlántico, y me explicó lo que habían perdido y que estaban esperando un crío.
Yo no le conté que llevo cuatro años sin hablar con mi hermano, que no conozco a mi sobrina y aún no he contestado por vergüenza a un wasap de la pasada semana.
Le diría a la chica negra progresista que ayer en España contra pronóstico viví una noche improvisada por la amistad en el concierto de Niña Polaca.
Y cómo a la mitad del repertorio la teclista agitó un discurso de izquierdas con bandera palestina, y la pareja de homosexuales jóvenes y guapos que tenía a mi espalda aplaudieron fuerte junto con el resto del público.
Y en la siguiente canción, el bajista travieso hizo un juego coreando un par de veces el nombre de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y una parte menor, pero sonriente del público lo seguimos.
Los homosexuales siguieron queriéndose a mi lado, delgados y abrazados, y supongo que todos encontramos nuestro lugar.
Y pienso en mis propios miedos, y en cuánta gente a la que no conozco me escribe contándome sus sentimientos y lo tristes y solos que a veces nos encontramos todos.
Y cómo nunca explico que siento que con los pequeños gestos por redes sociales no puedo cumplir la promesa de acompañarlos.
Y cómo encuentro una verdad profunda en el pecho de Morante y cómo aquellos chicos madrileños me mantuvieron hora y media bailando como un padre con los findes contados.
Que han mejorado tanto desde la última vez que los vimos en la madrileña sala de La Riviera que parecen otro grupo musical.
Cómo supongo que me dan esperanza de que yo pueda en algún momento llegar a ser otra persona. Una mejor, a la que se le dé más fácil lo de la amistad y muy bien el amor.
Que se destruya solo un poco y se construya a través de los demás. Que siga siendo complicado, y se muestre comprensivo con toda la gente rara. En resumen, que viva España.
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