Cataluña

El diálogo

Ni en la época de Felipe González y Aznar, pese a las desconfianzas de que los nacionalistas perseguían ya su objetivo, se bloqueó la relación Madrid-Cataluña. De hecho, esta comunidad tiene el nivel de autogobierno más alto de la Democracia y es la que más transferencias recibe del Estado.

El diálogo
El diálogolarazon

Ni en la época de Felipe González y Aznar, pese a las desconfianzas de que los nacionalistas perseguían ya su objetivo, se bloqueó la relación Madrid-Cataluña. De hecho, esta comunidad tiene el nivel de autogobierno más alto de la Democracia y es la que más transferencias recibe del Estado.

Los constituyentes españoles de los años 70 crearon el Estado de las Autonomías para satisfacer a Cataluña. Estaba el lejano precedente teórico de La redención de las provincias, un conjunto de artículos que Ortega publicó bajo la dictadura de Primo de Rivera promoviendo un proyecto –como tantos otros suyos postmoderno–, la descentralización de nuestro país. Más cercano, estaba el resquemor de los nacionalistas catalanes a verse aislados frente a un bloque formado por el conjunto del resto de España. Así que se descentralizó el Estado para que los nacionalistas catalanes dejaran atrás su desconfianza y se sintieran – llegó la palabra mágica- «cómodos». La España actual, aquella que consideramos la culminación de nuestro esencial pluralismo, se debe por tanto a la imaginación de un filósofo imbuido de nacionalismo (aunque no nacionalista él mismo), y a la voluntad de establecer y salvaguardar los fundamentos de lo que más tarde habría de ser la nación nacionalista catalana.

Como era de esperar los nacionalistas catalanes –ellos siempre dicen Cataluña– jamás se sintieron cómodos en el nuevo orden de cosas. Su proyecto no acababa ahí, ni mucho menos, y desde entonces la búsqueda de un «encaje» –otro mantra digno de una superstición ignota– de la Cataluña nacionalista en España se ha convertido en un problema perpetuo. La Transición quiso solucionar el problema nacional aceptando los términos del nacionalismo catalán... y creó el problema catalán.

El Estado intentó volver a tomar la iniciativa en algunas ocasiones, como ocurrió con la famosa LOAPA (Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómica), de 1982. Aquello evitó fenómenos de descentralización anárquica como los que se estaban produciendo, pero no cerró los cauces de diálogo con las Comunidades, y muy en particular con el gobierno de Cataluña. Al contrario, en aquellos años, los estamentos oficiales de la Cataluña nacionalista formaban parte casi natural del establishment madrileño. Como en los mejores tiempos de la política arancelaria de finales del siglo XIX y como ocurrió durante el apoyo masivo a la industrialización de Cataluña en la dictadura de Franco, los catalanes nacionalistas se contaban entre los grupos más influyentes y poderosos de nuestro país. Jordi Pujol, al que se le perdonó todo lo relacionado con el asunto de Banca Catalana, llegó a ser «español del año» en 1984. Pujol quedaba elevado al altar de la ejemplaridad. El nacionalismo catalán era el ejemplo a seguir: la senda de la modernización de España.

Se entiende así la relación íntima que se fragua entre Madrid y Barcelona y que supera con mucho lo que entendemos por «diálogo». Ni siquiera la desconfianza de Felipe González y luego de Aznar –siempre consciente de que los nacionalistas perseguían algo muy distinto– detuvo el diálogo. Es paradigmático el acuerdo de 1996 entre el futuro equipo del gobierno del PP, con Rodrigo Rato a la cabeza, y los nacionalistas. Aquel acuerdo llevó a una de las mayores transferencias de competencias nunca realizadas a Cataluña, como la del 33% del IRPF, el 35% del IVA y el 40% de los impuestos especiales y las de la Guardia Civil a los Mossos d’Esquadra, además de la supresión del servicio militar obligatorio, el AVE, el final de los gobernadores civiles y la paralización de la llegada al Constitucional de una ley de política inconstitucional. Muchas de estas cesiones se encuadraban en una política de índole nacional y beneficiaron al conjunto de España tanto como a Cataluña. Demuestran, una vez más, la generosidad con que el Estado ha enfocado siempre sus relaciones con la región. Y sugerían la idea de que el centro derecha español delegaba su posición política en el nacionalismo, entonces moderado.

El diálogo cambió de dirección, aunque no de intensidad, con Rodríguez Zapatero. Desde esos años, al Estado se le llama «español», como si estuviera al mismo nivel que las estructuras preestatales de Cataluña, País Vasco. Y es que aquel proyecto consistió en la «desnacionalización de España» –recuérdese aquello de que la nación es «una idea discutida y discutible»–, un proyecto en el que la Cataluña nacionalista estaba destinada a jugar un papel de primer orden. En este punto, no tiene sentido hablar de diálogo cuando el presidente del Gobierno se mostraba dispuesto a aceptar «todo» lo que viniera de Cataluña. Cataluña –es decir, la Cataluña nacionalista, aunque los beneficiados fueran también otro–- tomaba las riendas y cumplía el antiguo anhelo imperialista –recuérdese– del nacionalismo catalán. Diálogo, en este caso, también quería decir que el Estado central continuaba retirándose de Cataluña, porque la única fuerza nacional que parecía quedar ahí, el PSC, se había dejado llevar por la fascinación de la izquierda española por el nacionalismo. De ahí el nacimiento de Ciudadanos.

Como era previsible, esa forma tan particular de diálogo desbordó los cauces constitucionales y el nuevo Estatuto catalán fue reformado por el Tribunal Constitucional. El nacionalismo tomará la iniciativa, lo que conducirá a una nueva etapa tras la negativa del gobierno del PP a aceptar un pacto fiscal para Cataluña y el convencimiento por parte de los catalanes de que el Estado español estaba quebrado con la crisis. Acababa de arrancar el desafío soberanista. Tampoco eso ha agotado la voluntad de diálogo del gobierno central –dentro de la Constitución, eso sí–, manifestado después de las dos elecciones de 2015 y 2016, luego en la operación «diálogo» protagonizada por la vicepresidenta y, ahora mismo, en las ofertas permanentes hechas desde el Estado. Hoy la Comunidad Autónoma de Cataluña tiene el nivel de autogobierno más alto de la democracia y es la que recibe más transferencias del Estado.

En una situación de enfrentamiento como la actual, el diálogo es más necesario que nunca. Sobre todo cuando una parte importante de la sociedad catalana, olvidada por causa del «diálogo», desconfía del Estado central. Tal vez no estaría de más darle un sesgo nuevo a la palabra. En vez de establecerse siempre entre el Estado y los nacionalistas, y siempre en favor de éstos, se podría ensayar el diálogo entre partidos y fuerzas nacionales. Seguro que muchos españoles, y muchos catalanes, se sentirían aliviados. Diálogo, por fin...