El desafío independentista
¿España contra Cataluña?
Habría bastado introducir el signo de interrogación en el simposio que está organizando la Generalitat, llamado «España contra Cataluña», para demostrar que no han perdido del todo la cabeza. Habría bastado un leve matiz para poder conservar alguna esperanza en las gentes que han secuestrado a CIU (no diré yo si el secuestrador es ERC, la actual cúpula de CIU o todos ellos juntos en un excitante ceremonial de autosecuestro colectivo, no lo sé).
Habría bastado un poco de mesura democrática, un poco de tolerancia civil para evitar ese título que, antes que nada, es ridículo y desacreditador. En estas cosas se nota la bisoñez democrática de unos gobernantes. Pero ese título muestra también el subconsciente de un nacionalismo catalán que ha tomado la decisión de no convivir.
¿Qué cabeza medianamente serena y ponderada dará credibilidad a las actas de tamaño desatino? No sé si es un congreso a la búlgara, como se ha dicho, pero me temo que sea un acto de exaltación nacional y una manifestación de la inquebrantable adhesión al régimen ambiental que padece nuestra querida Cataluña. El título del simposio es ya su principal conclusión, y sobre sus ponencias recaerá siempre la triste sombra de ser trabajos de encargo y carentes de objetividad. Mucho me temo que lo que salga de allá no sea más que un canto de cisne, un descrédito más de este nacionalismo estéril que está rebajando la dignidad cultural y política de Cataluña a cotas de puro y simple ridículo. Qué cosa es ver cómo determinados catalanes convierten una gran historia en un puro, hiperbólico delirio.
No en vano, cuando le preguntaron a J.H. Elliott sobre el simposio respondió: «Con ese título, ya sé que no me interesa. Es muy poco histórico y no tiene rigor ninguno. Es un disparate». No necesitó Elliott leer los cuatro bloques en que han venido a organizar el encierro para llegar a esa conclusión, a saber: la represión institucional política y administrativa, la represión económica y social, represión la cultural y lingüística, y finalmente, el exilio. Todo ello, claro está, en el marco de «la opresión nacional que ha sufrido el pueblo catalán a lo largo de estos siglos».
Que este nacionalismo desatado llegue a esos extremos de desequilibrio y falta de ponderación puede parecer más o menos esperable, tal y como se ha conducido en los últimos tiempos. ¿Pero qué hay del profesorado que participa en el encuentro con sus ponencias a cual más doliente y reivindicativa?
Si algo demostraron los movimientos totalitarios del siglo XX es que el hecho de ser profesor no le exime a uno de ser un sectario, de desfallecer ante la fascinación del poder o de ceder rendido al miedo reverencial y a la adaptación al medio ambiente. Carl Schmitt, uno de los más brillantes juristas alemanes de los años 30, se afilió al partido nazi, por no hablar del manido caso del eximio filósofo Martin Heidegger o del gran medievalista Otto Rahn, quizás el mejor historiador alemán del momento. No quiero comparar a los profesores del simposio con los intelectuales del nazismo, lo que digo es que el hecho de ser profesor no le exime a uno de ser también responsable o copartícipe de un desastroso estado colectivo de exaltación de la mentira y la manipulación. Ellos sí tienen la responsabilidad de mantener cierta distancia, y cierta calma también. Jean Francoise Revel dejó bien escrito en «El conocimiento inútil» que con su investigación el historiador debe tratar de analizar los hechos, no de seleccionarlos ideológicamente para confirmar una posición política determinada y apriorística, que es lo que anuncia el lamentable título del simposio.
Una cosa es que, de alguna manera, en la tarea del historiador lata siempre, inevitablemente, el tiempo que le toca vivir, y otra muy distinta es que únicamente tenga en cuenta el presente para contemplar, analizar y juzgar el pasado. En otras palabras, que el pasado quede reducido a mero apéndice del presentismo y el análisis histórico, a la mirada ideológica y política del ambiente en que vive el historiador.
Todo esto produce una profunda tristeza, la tristeza de comprobar cómo una sociedad culta y rica, abierta y positiva, se va desarmando y desmoronando poco a poco, se va encerrando en sí misma y va sucumbiendo al fantasma nacional y a la propaganda política, y de ver cómo los partidos en ocasiones transfieren sus problemas a las sociedades, y cómo esa transferencia se realiza con la participación de no pocos profesores, y termina siempre, invariablemente, mal. Hay muchas personas que en Cataluña están empezando a avergonzarse de todas estas cosas, todas esas simplezas asfixiantes que son además la antítesis del ser catalán.
Pobre Cataluña. Hoy está sufriendo ese desgraciado vendaval de ensimismamiento y de mediocridad, pero, como todo vendaval, pasará. Dejará también los daños propios de un gran tornado anímico: destrucción de la autoestima catalana, depresión colectiva y sentimiento de vacío y de fracaso. A esto están jugando los actuales líderes del nacionalismo. El simposio forma parte de ese desatino, de ese derrape del nacionalismo que está llevando a Cataluña a salir de la pista y a perder la carrera de la modernidad. Como dice Carmen Iglesias –ésta sí, cuidadosa y notable historiadora,– cuando la opinión sustituye a los hechos, hay que salir huyendo del país.
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