Opinión

La falacia del «pero…»

Lo vimos con La Vuelta y con el asesinato de Kirk: no hace falta una apología explícita de la agresión; basta con la ambigüedad a modo de salvoconducto

Protestas por la participación de Israel y en apoyo a Palestina en La Vuelta Ciclista
Imagen del espectáculo que se vivió en la última jornada de La Vuelta el pasado domingoDavid JarFotógrafos

El asesinato de Charlie Kirk ha desvelado en España con cruel nitidez la demencia por la que se precipita nuestro espacio público. En lugar de un rechazo compacto, afloró una cadena de matices, insinuaciones y disculpas implícitas que desplazaron el foco del crimen a la caracterización de la víctima. Hubo quienes no condenaron; hubo quienes «explicaron» y es en esos gestos en los que se revela el cambio de clima: cuando un asesinato político deja paso a la contabilidad de agravios y a la contorsión justificadora, el listón moral desciende un peldaño.

Pocos días después, en Madrid, la última jornada de la Vuelta que debía culminar con el rito civil de la ciudad abierta y celebrante; terminó con vallas por los suelos, agentes contusionados, carrera recortada, ceremonia anulada. El resultado es sobrio y frío: etapa final abortada, dos detenidos y veintidós policías heridos por el lanzamiento de objetos. El hecho no admite eufemismos, y sin embargo volvimos a escuchar una sintaxis conocida: la del pretexto, la de la indulgencia selectiva, y en este caso, movilizada por el propio Gobierno, cuya dejación de funciones no fue error, sino decisión. Cuando una protesta decide romper el umbral de seguridad de un evento masivo, y lo hace con la connivencia silenciosa del Gobierno, lo que está en juego no es solo la libertad de expresión del manifestante, sino la gramática mínima de convivencia.

Entre ambos hechos, –la recepción y tratamiento en España del asesinato de Kirk y los tumultos durante el final de la Vuelta en Madrid– se dibuja sin embargo una línea continua: el desplazamiento de los límites. No hace falta una apología explícita de la agresión; basta con la ambigüedad, ese «no apruebo, pero entiendo» a modo de salvoconducto; la falacia del pero que a base de declinarse, hace que lo condenable acabe por sonar incluso razonable.

La cuestión de fondo no es el antagonismo –inevitable en democracia–, sino la forma de su encauzamiento. Una sociedad plural se sostiene sobre un «consenso negativo»: podemos no llegar nunca a acordar fines, pero acordamos límites.

Ese consenso se articula en umbrales: no se mata por ideas; no se interrumpe por la fuerza un acto civil; no se deshumaniza al discrepante. Cuando ese inventario de «noes» se resquebraja, el resto de las instituciones empiezan a vaciarse por dentro. Se mantiene el procedimiento, pero la sustancia se degrada: el adversario deja de ser un ciudadano con el que se disputa y pasa a ser un obstáculo que se remueve; el acontecimiento compartido deja de ser terreno neutral y se convierte en botín. España ha entrado en ese territorio de erosión lenta, y lo ha hecho siguiendo una secuencia precisa: primero el insulto como moneda corriente, luego el argumento desplazado por el eslogan, después la coacción blanqueada como «urgencia», finalmente el golpe explicado como «inevitable». No es casual que el escenario elegido para visibilizar esa nueva normalidad sea un gran evento con cámaras. La política contemporánea vive de imágenes, y la violencia, aunque sea de baja intensidad, produce imágenes eficaces. Por eso, un final de etapa sirve mejor que mil comunicados: enseña quién manda la señal más fuerte, quién puede bloquear la ciudad, quién se apropia del símbolo. Por eso un asesinato político a miles de kilómetros se usa aquí como material de ciclogénesis moral: sirve para poner a prueba lealtades, para exhibir superioridades, para ensayar coartadas. En ambos casos, la vida común queda relegada a decorado.

Importa la reacción porque crea precedente. Cuando una redacción decide titular con perífrasis que diluyen la responsabilidad; cuando una tribuna cultural convierte la hostilidad en gesto de autenticidad; cuando un portavoz elogia la «contundencia» de los suyos, aunque hiera a terceros, lo que se instituye no es una opinión: es un permiso.

Los permisos, a diferencia de las opiniones, generan hábito. Y los hábitos se consolidan rápido cuando ofrecen recompensa simbólica –aplausos del propio bando, minuto de gloria, ascenso en el escalafón del agravio– y el coste queda externalizado –la seguridad ajena, la integridad de un rival político.

Del asesinato de Kirk debería haber quedado una certeza simple: el asesinato nunca tiene «peros» que lo justifiquen ni que lo expliquen. Si aquí esa certeza se trocó en debate sobre merecimientos, lo que aparece es una conciencia pública alterada, incapaz de distinguir entre crimen y controversia. De la Vuelta debería haber quedado la convicción de que nada justifica la violencia, y menos aún cuando se ejerce bajo la mirada indulgente –o interesada– de un Gobierno que no cumplió con su deber.

Lo decisivo, al cabo, no es el estallido visible de un crimen o de un disturbio, sino el sedimento que dejan en nuestra conciencia colectiva. Cuando la violencia ya no indigna, sino que se comenta; cuando el asesinato se lee en clave de «contexto» y la agresión en clave de «protesta»; cuando el acontecimiento extremo se convierte en materia opinable y no en fractura moral, lo que se erosiona no es solo la convivencia, sino la idea misma de límite. Y una sociedad que pierde el sentido del límite ya no necesita fanáticos para hundirse: basta con la rutina de la indulgencia, con la costumbre de explicar lo que no debería explicarse, con la mirada cansada que asiente. Ahí radica el verdadero peligro: que lo intolerable, antes de repetirse, se ha vuelto soportable.