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Desde la Sala

El fiscal es el caso

Solo quien llegue sin la carga de estos meses podrá devolver a la Fiscalía el lugar de equilibrio que nunca debería haber abandonado

Fachada del Tribunal Supremo Carlos LujánEuropa Press

Ayer se advirtió con una claridad que ya no permite rodeos que este proceso ha dejado de ser una disputa jurídica para convertirse en una radiografía del modo en que concebimos nuestras instituciones. Lo que comenzó como un litigio sobre hechos concretos ha terminado convirtiéndose en un espejo incómodo que revela las tensiones acumuladas en el interior de la Fiscalía y las dudas que proyecta su dirección sobre el conjunto del Estado. La sesión dejó ver que la cuestión ya no es si hubo una filtración o una gestión defectuosa de un documento, sino algo más hondo: qué significa que quien ocupa la cúspide de la Fiscalía se vea sometido a un proceso que cuestiona en sí la propia naturaleza del cargo.

La función del fiscal general no reclama focos ni protagonismos, sino el tipo de presencia que sostiene la arquitectura silenciosa del Estado. Se espera de él una firmeza que no necesite enunciarse y una serenidad que desactive tempestades sin asomarse a ellas. Ayer, sin embargo, emergió con nitidez que esa serenidad se había evaporado.

La figura del fiscal general apareció en el centro del escenario con una frecuencia que no favorece a la institución. Una autoridad obligada a explicar, matizar, corregir o incluso defender su actuación ante la justicia adquiere un peso que tensiona la relación con la ciudadanía, porque un cargo de esta magnitud no puede vivir en continua necesidad de justificación.

Durante las intervenciones finales, el ambiente adquirió un espesor que no provenía del derecho penal ni de la arquitectura procesal, sino del deterioro interno que los propios protagonistas fueron describiendo. Sin proponérselo, las partes convergieron en un mismo diagnóstico: la Fiscalía ha atravesado un periodo convulso por decisiones y gestos nacidos en su propio núcleo. Las acusaciones articularon una secuencia de hechos que señalaba incoherencias y omisiones. La Fiscalía, obligada a recordar principios elementales para sostener su posición, transmitía la sensación de tener que remar contra un viento que no procedía del exterior, sino de sus propios desajustes. La defensa, al mencionar rutas internas y ramificaciones, abrió un paisaje institucional donde los límites se confundían y la estructura parecía carecer de la nitidez imprescindible para un organismo de esa responsabilidad.

La vista oral dejó expuesto algo que había permanecido tácito: la organización interna de la Fiscalía había perdido cohesión. La discusión sobre la circulación del correo, las versiones contradictorias acerca de los protocolos y la dificultad para saber quién debía custodiar un documento reflejaban un funcionamiento más próximo a la improvisación que a un orden estructurado. Ese deterioro organizativo explica en parte por qué este caso ha crecido hasta convertirse en un conflicto que afecta a la imagen del Estado. Cuando una institución tan delicada muestra fisuras en su modo de operar, cualquier incidente adquiere un eco mayor y se convierte en síntoma de un problema más amplio.

De esa acumulación de señales surgió una percepción difícil de ignorar: la autoridad que debería ofrecer claridad ha terminado envuelta en una penumbra que debilita su palabra. No porque se haya demostrado culpabilidad alguna, sino porque el propio modo de ejercer el cargo ha generado dudas que erosionan la confianza pública. Una institución no se sostiene únicamente por la solidez de sus normas; se sostiene, sobre todo, por quienes las activan con su comportamiento. Cuando la figura principal se desplaza desde un punto de estabilidad hacia zonas de indefinición, todo el organismo sufre la alteración.

Además, el juicio reveló que el verdadero problema no reside en determinar la existencia de un delito, sino en la pérdida de autoridad moral de un cargo que necesita inspirar confianza para funcionar. La exposición pública del fiscal general, sus intervenciones reiteradas y la necesidad de explicarse en un clima adverso han influido en la percepción de su independencia. Sin esa forma de legitimidad, las decisiones pierden parte de su peso, y la institución que las respalda queda debilitada.

El fiscal general, al quedar atrapado en esta dinámica, ha situado a la Fiscalía en un momento que obliga a reflexionar sobre la responsabilidad pública en su sentido más profundo. Cuando una institución aparece en el debate público no por su trabajo ordinario, sino por la conducta discutida de su máximo responsable, el daño no se repara con una sentencia. El plano legal tiene su propio recorrido, pero la reconstrucción institucional es de otro orden. Requiere tiempo, continuidad y una forma de dirección que recupere hábitos y modos de proceder que la crisis ha dejado en suspenso.

Ayer quedó claro que esa estabilidad ha quedado seriamente comprometida. El juicio ha actuado como un espejo preciso que ha mostrado la fragilidad de un cargo diseñado para aportar orden y reserva, y que sin embargo ha terminado absorbido por inercias que distorsionan su función. La restauración no comenzará con el veredicto, sino con la necesidad de un liderazgo capaz de reconstruir la autoridad.

Solo quien llegue sin la carga de estos meses podrá devolver a la Fiscalía el lugar de equilibrio que nunca debería haber abandonado. Porque, además del caso de García Ortiz, García Ortiz es el caso.