Felipe González

La documentación oficial de Trebisonda

La Razón
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En los últimos días la prensa ha dado cuenta de los problemas relacionados con el desgraciado accidente del Yak-42 en Trebisonda, en el que falleció un elevado número de militares españoles que regresaban a sus casas tras haber prestado servicios a la defensa de la democracia en fronteras lejanas.

No voy a valorar el informe del Consejo de Estado sino un hecho que como historiador me parece relevante: la desaparición de documentación oficial del expediente para conocer las responsabilidades del hecho.

Por una parte, el ex ministro de Defensa José Bono, según algunas fuentes, presume de tener documentos clave y, en consecuencia, la actual titular de la cartera le ha solicitado la entrega inmediata de tales papeles.

¿Resulta serio que en pleno siglo XXI un servidor del Estado se lleve a su casa los expedientes que ha generado durante el ejercicio de su cargo? Realmente son comportamientos propios de repúblicas bananeras, aunque desgraciadamente bastante generalizados en España.

Se puede afirmar que una parte de nuestra clase política en este ámbito tiene un escaso sentido de Estado, y en muchos casos consideran la Administración un coto privado al que exprimir o que deben eliminar cualquier información sobre su periodo de gestión o acumular información para denigrar a sus adversarios.

Durante el Antiguo Régimen existía una clara reglamentación sobre la documentación. Desde 1612 hay diversas disposiciones en las que se articula el préstamo de documentación de los miembros del Consejo de Castilla y la recogida de dichos papeles en los casos de fallecimiento. Sin embargo, tras la llegada del sistema constitucional existen ejemplos bastante graves de vulneración de esta lógica administrativa.

En 1989 se inició la edición de las Actas del Consejo de Ministros, en cuyo prólogo, el entonces presidente Felipe González señalaba la importancia de la documentación que presentaba, hecho que suponía, al mismo tiempo, una grave acusación contra los responsables de que sólo se conserven muy pocos de los documentos referidos, ya que las existentes escasamente cubren un 20% del periodo; y la mayoría del reinado del déspota Fernando VII.

El 5 de febrero de 1986 el Congreso de los Diputados tenía un tema estrella en su orden del día: la autorización para convocar un referéndum consultivo sobre la permanencia de España en la OTAN. En diversos momentos de su intervención, Leopoldo Calvo-Sotelo mencionó la existencia de actas de las conversaciones mantenidas con la Alianza Atlántica, documentos que decía que estaban en el Ministerio de Asuntos Exteriores y que también obraban en su poder. Sin embargo, el presidente González señaló: «Me gustaría tener depositadas en el Estado las mismas actas de conversaciones que tiene Su Señoría».

¿Son realmente archivos privados las masas documentales que voy a citar?: archivos de Isabel II y de Narváez depositados en la Real Academia de la Historia; archivo de la reina María Cristina de Borbón adquiridos por el Estado hace una veintena de años y actualmente depositados en el Archivo Histórico Nacional. ¿Y es acaso estrictamente privado el archivo de la Fundación Francisco Franco?

Frente a esta débil concepción del sentido de Estado, sociedades fuertemente articuladas y en las que el sentido de lo público y sus órganos de control están mucho más asentados actúan de forma muy diferente.

Hace casi 40 años, con motivo de la sustitución de administraciones en Estados Unidos, la prensa española reflejó la polémica en torno a la documentación del cesante secretario de Estado Henry Kissinger. Los términos del problema eran los siguientes: Kissinger tenía la costumbre de que sus secretarias tomasen notas taquigráficas de todas sus conversaciones, incluidas las telefónicas, lo que dio origen a un volumen de más de 33.000 folios. Lógicamente, este material resultaba de un gran valor de cara a escribir las memorias de dicho personaje, pero no pudo sacarlas del despacho. La autoridad que bloqueó la documentación fue el director de los Archivos Nacionales, quien se pronunció en contra de la opinión de altos funcionarios del Departamento de Estado.

Un año más tarde, un juez federal dictaminó que «tales documentos son de propiedad pública». ¿Se imagina alguien tal situación en nuestro país? Creo que resulta necesario que los titulares de responsabilidades públicas modifiquen su comportamiento y abandonen los procedimientos de formateo de ordenadores y el uso de servicios de mudanzas tras abandonar el cargo.

* Profesor de investigación del CSIC

Académico correspondiente de la Real Academia de la Historia