Roma
La inviolabilidad no es un privilegio
Una de las cuestiones que se han suscitado últimamente a raíz de la ley orgánica prevista en el artículo 57 apartado quinto de la Constitución para el caso de la abdicación real ha sido la de la inviolabilidad del Rey establecida en el artículo 56 apartado tercero: La persona del rey es inviolable, y no está sujeta a responsabilidad. Se ha dicho que se trata de un privilegio anacrónico, cuando en realidad constituye una garantía institucional. Se olvida frecuentemente que la democracia moderna nació de la práctica de la Monarquía parlamentaria inglesa, observada por autores como Montesquieu o Locke, plasmada en una constitución no escrita, que tiene algunos principios extendidos a todos los países del mundo en donde existe una Monarquía parlamentaria. Entre tales principios se encuentra aquel que dice «The King can do not wrong», (El rey no puede cometer injusticia), por lo tanto su persona es inviolable. Tales principios obedecen a la delimitación de funciones y poderes que exige la democracia. La práctica política española se ha olvidado de que la división de poderes no es un puro requisito teórico exigido por pensadores políticos, es una exigencia práctica del funcionamiento del poder. La democracia no sólo consiste en el gobierno del pueblo, sino en el gobierno para y por el pueblo, y ello conlleva poner límites al poder aunque este sea legítimamente democrático; tanto el Parlamento como el Rey pueden convertirse en tiranos con poderes omnímodos. Para evitarlo, las constituciones establecen una serie de garantías institucionales que tienen por finalidad la limitación mutua de los poderes con el objeto de garantizar la independencia de cada uno de ellos para poder llevar a cabo sus funciones. Esta limitación es absoluta en el caso de la Corona y del Parlamento, porque en estas instituciones reside el principio de legitimidad; de naturaleza distinta en cada una de ellas: la legitimidad histórica en la Corona; y la legitimidad democrática en el Parlamento. La cuestión viene de la pugna entre Cromwell y el rey Carlos I de Inglaterra en el año 1648, cuando un pelotón del ejército puritano invadió el Parlamento, y después en nombre del propio Parlamento juzgó y ejecutó al Rey en 1649. Desde entonces, todos los movimientos revolucionarios instalados en la dictadura de las asambleas parlamentarias lo primero que hacían era cortar la cabeza del rey. De igual forma, la instauración del absolutismo monárquico lo primero que hacía era disolver el Parlamento. Para evitar esto, las constituciones democráticas establecen la inviolabilidad, tanto del Rey, como del Parlamento. Ésta es la razón por la que el artículo citado al principio relativo al Rey, tiene su corolario en el artículo 63-3 de la Constitución, que establece: las Cortes Generales son inviolables.
Este último precepto fue incorporado al texto constitucional a iniciativa de Peces- Barba, alegando esa necesaria correlación, para garantizar que nadie pudiera interferir en sus funciones ni atentar a las la integridad física de las Cortes. La garantía institucional funcionó, pues llegado el momento, cuando el 23 de febrero se atentó contra la integridad de las Cortes, fue el otro poder con legitimidad propia, es decir, el Rey, quien solucionó el problema. La ley orgánica que va a regular el proceso de abdicación no prevé nada en cuanto al estatuto de la persona del Rey abdicante, cuestión discutible que, en mi opinión, debería haberse solucionado. En cualquier caso, hay que entender que la inviolabilidad relativa a la institución monárquica es personal, pues la Corona está encarnada en la persona del Rey, y por lo tanto, aunque el Rey abdicante no sea el Rey que encarna la corona, no dejará de ser personalmente Rey, llámese «Rey Padre» o de cualquier otra forma. Lo que no cabe duda, es que la inviolabilidad afecta a todos los actos realizados durante el mandato del hasta ahora Rey de España, sin que pudiera haber efecto retroactivo, porque en tal caso se vulneraría la garantía institucional establecida en la Constitución, afectando a la legitimidad originaria de la institución.
El carácter personal de esta garantía se completa en el propio artículo 56-3 de la Constitución que regula la institución del refrendo, es decir, la necesidad de que todos los actos del Rey estén refrendados por el Gobierno o el órgano correspondiente, de forma que haya siempre alguien que responda, puesto que el Rey es «no responsable».
Si la crisis que atraviesa nuestra sociedad es tan profunda, es porque ésta no sólo cuestiona la legalidad de las instituciones, sino también su legitimidad. Se ha sustituido la legitimidad por la legalidad. Pero es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción –sin duda necesaria– del Poder Judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del Derecho. Esto supone una hipertrofia del Derecho que pretende legislar sobre todo, por medio del exceso de la legalidad formal, lo que conlleva la pérdida de legitimidad sustancial. El empeño positivista de hacer coincidir legalidad y legitimidad, buscando asegurar por el Derecho positivo la legitimidad de un poder institucional, es absolutamente insuficiente. Las instituciones se mantienen vivas sólo si estos dos principios, legitimidad y legalidad –en Roma llamados «auctoritas» y «potestas»– siguen estando presentes y actúan en ellas sin pretender coincidir jamás. Como decía Nicolás Pérez Serrano: «A la Monarquía le queda una virtualidad poco ostentosa pero provechosa y eficaz: contrarrestar con la aureola de la tradición y con el prestigio de la autoridad el hipotético poder invasor del Parlamento, que sólo haya freno positivo cuando se le enfrenta una magistratura con siglos de abolengo y de origen no democrático». La conjunción armónica de ambas legitimidades y orígenes, a través de garantías institucionales como la aquí tratada, garantizan la verdadera democracia.
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