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Las cualidades del magistrado constitucional

La Razón
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La renovación del Tribunal Constitucional constituye un episodio central en la vida institucional de nuestra democracia, y es lógico que despierte el interés de medios y ciudadanos. Algo similar ocurre en otros países donde, a la vista de la importancia de la decisión, juristas y politólogos han reflexionado públicamente sobre el tipo de juez que requiere tan alta función.

Desde 1956, una Comisión de la American Bar Association (ABA) evalúa a los candidatos al Tribunal Supremo de Estados Unidos atendiendo a tres notas que, a mi juicio, compendian las virtudes que han de presidir el ejercicio de la suprema jurisdicción constitucional: competencia profesional, carácter o temperamento judicial e integridad personal. No nos encontramos ante criterios puramente técnicos, sino «humanos» en un sentido más amplio, y discernibles, principalmente, atendiendo a la auctoritas del candidato ante la comunidad y, en particular, a su reconocimiento entre los juristas. Es obvio que ninguno de estos tres requisitos –como tampoco la «reconocida competencia» a la que se refiere el artículo 159.2 CE– puede medirse estrictamente, lo que no quiere decir que sean parámetros completamente subjetivos. El amplio reconocimiento al papel desempeñado por la ABA da buena prueba de ello.

Lo que, desde luego, no se puede pedir a los candidatos –como tantas veces se pretende– es que no tengan ideología, ni que ésta no influya en modo alguno en sus decisiones. La relevancia política de las leyes cuya constitucionalidad han de examinar, unida a la abstracción de las normas que les sirven para emitir su juicio, impide sustraer totalmente sus sentencias a las valoraciones éticas y políticas. Y es precisamente esta relevancia política de sus decisiones la que justifica que quienes eligen a los magistrados sean altas instituciones del Estado, conectadas, más o menos directamente, con la fuente de la legitimidad democrática. Así sucede en la generalidad de los regímenes constitucionales.

La independencia no consiste, pues, en la ausencia de ideología, ni tampoco en que ésta no coincida en absoluto con la del responsable del nombramiento. Incitar interesadamente a confundir ideología con dependencia es un flaco favor a la democracia. La independencia reside en actuar con un juicio propio, desligado completamente de voluntades y presiones ajenas. A fin de romper este lazo, el arquitecto del «appointment process» norteamericano, Alexander Hamilton, defendió el mandato vitalicio como la mayor garantía de independencia del Tribunal. La historia ha mostrado que éste también tiene sus inconvenientes, y el nombramiento «ad vitam» sea tal vez excesivo. Con todo, la prolongación de los mandatos hasta edades que lo hagan cuasivitalicio sería un paso, probablemente, acertado. El gran jurista Alexander Bickel resumió el motivo con un acertado símil: «Cuando nombras a un juez, lanzas una flecha hacia un futuro muy distante. Y ni siquiera el propio nominado puede decirte lo que en su momento pensará sobre algunos de los problemas a los que habrá de enfrentarse».

*Profesor de Derecho Constitucional Universidad de Navarra