Política

José Jiménez Lozano

Los tránsitos y sus peligros

Bronca en el Congreso entre las dos formaciones que rompieron el bipartidismo: los populistas de Podemos contra Ciudadanos
Bronca en el Congreso entre las dos formaciones que rompieron el bipartidismo: los populistas de Podemos contra Ciudadanoslarazon

Una de las más encantadoras estampas románticas relacionadas con las Constituciones españolas es la de don José Somoza, «el Hereje de Piedrahita», como se le llamaba no con mucha propiedad a cuenta de un desacuerdo que tuvo con el obispo de Ávila de entonces, y de las disquisiciones que nos contó que hacía ante su hermana después de la cena y hasta la hora de irse a dormir sobre «la transmigración sidérica de las almas», y la estampa a la que me refiero es la de este buen señor montado en su caballo y yendo a toda prisa a su finca de la Pesqueruela a enterrar un ejemplar de la Constitución de 1812 que el rey Fernando VII acababa de abolir. Y es estampa romántica y sentimental, como digo, es la expresión de una convicción profunda de que la ley en general, y una ley fundamental con más razones, debe tener algo y lo más posible de aquello que los antiguos romanos llamaban «la santidad de la ley.» En el tiempo de Somoza y un poco más adelante era percibida como la protección misma de las libertades públicas y privadas, y también lo era como un elemento civilizador, su expresión verdadera, aunque en nuestro caso español las sucesivas Constituciones nacieron marcadas por una señal de partido o bandería política.

Desde luego, cuando se publicó la de 1812, los señores diputados, entre los que había bastantes eclesiásticos, pretendieron en principio que los curas párrocos explicaran a los fieles, en el espacio de su homilía dominical, esa Constitución; y en las ardientes arengas liberales del tiempo se la llamaba con frecuencia «el sagrado código», y es excusado decir cómo la adjetivaban sus enemigos. Pero lo que me importa señalar es que, para partidarios y enemigos, tenía una consideración central y al menos un «como si» transcendente a toda la vida pública y defensa de los propios derechos, aunque la manifestación de ese aprecio o del desdén constitucional se hiciese, a veces, de modo más o menos pintoresco. Y, lo que es peor, convirtiese a esta ley fundamental en arma arrojadiza y banal en las endémicas luchas políticas españolas; y, si para Somoza la Constitución era el texto sagrado del que él mismo hablaba, para un infantil incordiante social como el ex-fraile Clara-Rosa, o para Baltasarito, el hijo de la patrona que George Borrow o don Jorgito, «el Inglés» tenía en Madrid, que era miliciano nacional o «constitucional activo», por decirlo así, y ambos preferían ejercer su constitucionalismo alborotando, o con un garrote para sacudir a un realista que se encontrase en la calle. No digamos nada de lo que prometían hacer con la Constitución sus excluidos y enemigos.

En la realidad histórica de España, lo cierto es que solamente una minoría de constitucionales ha tenido a la Constitución el respeto debido, y para los demás ha sido ésta un grito de lucha, un garrote, o un incordio que no permitía acallar o rematar al adversario político. Entre otras razones y no sólo por la afición a nuestras guerras político-religiosas, sino también porque las propias Constituciones han nacido con un cierto color preferencial de unos españoles frente al de otros españoles, y esto, como queda apuntado, desde la propia Constitución de 1812 hasta la de la Segunda República española, que estaban teñidas de ideología, y, por esto mismo, como dice Leszek Kolakowski, eran una democracia que gusta al Diablo, lo que quiere decir que lleva en sí su propia ruina. Y todo esto sucede hasta la Constitución de 1978 en la que los ciudadanos no son vistos en colores.

En la intención de quienes la redactaron y desde luego de la de los españoles que la aprobaron, no sólo en el texto constitucional no queda ni rastro, ni lejano aroma de la siniestra guerra civil, y su proclamación no solamente fue precedida de una amnistía en 1969 y otra en 1978, sino que se utilizaron fórmulas de las que luego la deslealtad o la mala fe han echado mano para la lucha política, y también como argumento contra la propia gran entidad moral de esa Constitución de 1978, el «novum» de la cual significa una imposibilidad de amparar cualquier propósito de división de los españoles, o revisión de una historia que avergonzó a quienes redactaron la Constitución y a quienes la aprobaron, porque eran bien conscientes de que los demonios de la división y el odio pueden acogerse a cualquier hermenéutica de un texto o un hecho, por limpios y sagrados que sean. ¿Y acaso todo esto no sería poner a barato una Constitución como la de 1978 incluso si, para ello, se emplea una ladina hermenéutica jurídica, como expresaba el desgraciado dicho veteroparlamentario de «ustedes hagan las leyes que nosotros haremos los reglamentos?»

No es, en este aspecto, ciertamente, un ejemplo a imitar lo que ha sucedido con los textos constitucionales que precisamente en los medios políticos han solido tener una consideración muy lejana de la santidad de las leyes romanas, a juicio de quien nos explicaba Derecho Político en nuestra juventud, y había estado en un Tribunal de Garantías Constitucionales. Y nos hacía reparar igualmente en que el tiempo de la vigencia de una Constitución como la norteamericana, o siquiera mucho más modestamente los cincuenta y cinco años de la Constitución española de Cánovas de 1876 nos debían hacer pensar un poco, tanto en la bondad del sistema de una misma Constitución para proveer a nuevas realidades, mediante enmiendas a sus artículos, sino también en los trastornos ocasionados por nuestros rápidos y banalizadores cambios constitucionales que necesariamente llevaron consigo un reflejo de desconfianza en la seriedad política y jurídica.

De manera que, entonces, nuestro tránsito hacia adelante estaría en un desarrollo o reforma misma de esa Constitución del 78, y una práctica de su espíritu, que sin duda exigirá una atención central al imperio de la ley sobre el propio Estado y la defensa de los ciudadanos frente a éste, porque los españoles tenemos a veces la sensación en más de un área de la realidad en que la intromisión del Estado no es pequeña, y también sabemos que mediante la interpretación sesgada o la ausencia de una interpretación auténtica, que sería la judicial, se puede orillar o enterrar el espíritu y hasta la letra de la Constitución. Hemos de ser escrupulosos. Y el caso es, en suma, que de la madera de la libertad no puedan hacerse garrotes para los Baltasaritos.