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Pérez Rubalcaba: Más que un simple político

Alfredo Pérez Rubalcaba y Alfonso Guerra en 2016/Zipi/Efe
Alfredo Pérez Rubalcaba y Alfonso Guerra en 2016/Zipi/Efelarazon

A muchos de los que han conocido a Alfredo Pérez Rubalcaba les sorprendía la gran contradicción que ha planeado sobre él: siendo un velocista, como político fue un resistente, un corredor de fondo. Y eso que en su juventud llegó a bajar de los 11 segundos en los 100 metros, haciéndose un nombre en el atletismo patrio. Ese tesón y esa proverbial capacidad de supervivencia, demostrada en el Congreso de los Diputados, en La Moncloa o en Ferraz, también las ha mostrado estas últimas horas tan difíciles luchando por vivir tras el grave ictus que le postró en un hospital y que por desgracia, se lo llevó.

Como ocurre con todo veterano de la política (casi 40 años, que se dice pronto), la trayectoria de Alfredo -así ha sido conocido en el PSOE, como si no hubiera otro- es una historia de claroscuros, aunque bajo una máxima que define bien el balance de su paso por el servicio público: siempre estuvo allí. Con Felipe González, con Joaquín Almunia, con José Luis Rodríguez Zapatero y, efímeramente, con Pedro Sánchez. También con José María Aznar, con Mariano Rajoy, con el Rey Juan Carlos, con Felipe VI...

En primera línea o entre bambalinas, Rubalcaba constantemente ha estado -para bien y para mal- en los asuntos más incómodos del Estado. Desde la guerra sucia contra ETA hasta la negociación que llevó al final de la banda terrorista, pasando por la inesperada abdicación de todo un Rey de España... o desde aquellos primeros pasos como secretario de Estado de Educación y las huelgas que hicieron tan popular al “cojo Manteca”, hasta la entrega a Sánchez del PSOE más diezmado en las urnas de su historia... a Rubalcaba le ha perseguido una etiqueta que no solo le regalaron sus adversarios. Incluso se la reconocían sus correligionarios. El “Fouché”, el “Maquiavelo de La Moncloa” o el “Rasputín del PSOE” son definiciones que le han acompañado. En privado, sonreía y decía en voz baja: “¡Literatura...! Solo soy un simple político”.

Rubalcaba, que tras ser el cerebro de la reforma educativa de los 80, junto a José María Maravall, fue portavoz de Felipe González en los “años de plomo” y de los GAL, ministro del Interior durante la negociación con ETA, vicepresidente del Gobierno y secretario general del PSOE, invariablemente se sintió más cómodo en la “trastienda” del partido y del poder, que en primera línea. Por eso aceptó con resignación de disciplinado militante el endiablado encargo de ser candidato a la Presidencia del Gobierno cuando Zapatero llevó al PSOE a la agonía. Rubalcaba y un partido ya herido de muerte fueron arrollados por el PP de Rajoy.

Ya entonces, en aquel noviembre de 2011, Rubalcaba parecía un político de otro tiempo. Baste una anécdota. En la campaña, sus asesores le recomendaron algunos retoques: en su barba, poco mediática, y en una dentadura poco acorde con las “sonrisas blancas” de los nuevos líderes emergentes. Sin embargo, él replicó: “Si quieren, que me quieran como soy. Y si me quieren como soy, que me voten”. Y de las redes sociales, ni hablar. ¡Aquellas manos, aquellos dedos unidos por los extremos a los que tanto rendimiento sacaron sus imitadores...!

A Rubalcaba, sin duda, le ha seguido ese “soy como soy” al igual que su fidelidad por el Real Madrid o su halo de misterio, que resumió bien aquella imagen en los pasillos del Congreso cuando, apuntando con el dedo a los populares Esteban González Pons y Carlos Floriano, les espetó: “Oigo todo lo que dices y veo todo lo que haces”. Pero, desde luego, nadie podrá escatimarle nunca el reconocimiento a sus servicios al Estado. Y su convicción de que la política es el entendimiento con el adversario.