Política

Don Juan Carlos

Mi padre fue ministro de Franco

Juan José Espinosa de los Monteros, padre del autor del artículo, jura el cargo de ministro de Hacienda en 1965. A la izquierda, Francisco Franco
Juan José Espinosa de los Monteros, padre del autor del artículo, jura el cargo de ministro de Hacienda en 1965. A la izquierda, Francisco Francolarazon

Dos cadillac de color negro entraron majestuosamente en el jardín del chalet que mis padres habían alquilado en Villaviciosa de Odón el caluroso verano de 1965.

En uno de los automóviles iba mi padre, Juan José Espinosa San Martín, recién nombrado ministro de Hacienda por Franco;y en el otro, Laureano López Rodó, comisario del Plan de Desarrollo, y nuevo ministro sin Cartera, al que mi padre había invitado a almorzar con nosotros. Ambos venían de jurar el cargo en el Palacio de El Pardo. Su misión consistiría en continuar la política de liberalización de la economía española, emprendida con el Plan de Estabilización, primero, y el Plan de Desarrollo, posteriormente, que pretendían elevar el nivel de vida de los españoles, y tan excelentes resultados habían obtenido hasta ese momento, pese a la inicial oposición del sector falangista del Gobierno, partidario de la autarquía.

Los vehículos aparcaron a la sombra de un pino, junto a la alberca, en la que alguno de mis hermanos se estaba remojando y, tras apearse de los coches, los flamantes ministros, flanqueados por sus escoltas, se dirigieron risueños hacia el porche, donde les esperaba mi madre, con quien mi padre se fundió en un abrazo, en medio de un remolino de familiares y amigos que habían acudido a felicitarlos.

Para Juan José Espinosa, probablemente, ésa fue la jornada más dichosa de su vida profesional, aunque en aquellos momentos ignoraba que le aguardaban no pocos sinsabores... Y es que la política, como dijo Foucault, invirtiendo la frase de Clausewitz, es la guerra por otros medios.

En cualquier caso, a mí, que sólo contaba seis años, lo que en realidad me tenía fascinado era aquel Cadillac Eldorado Brougham que Paco, el encantador chófer de mi padre, me mostró solícitamente.

El X Gobierno de Franco, del que, como he dicho, Juan José Espinosa formó parte, responsabilizándose de la cartera de Hacienda, se caracterizó fundamentalmente por un enorme crecimiento económico –en torno al siete por ciento anual–;la aprobación de la Ley de Prensa e Imprenta –que suprimía la censura previa–; y porque el Caudillo abordó, al fin, la acuciante cuestión sucesoria.

Durante aquellos años, mi padre trató asiduamente a Don Juan Carlos. No en vano, por expreso deseo del Generalísimo, a partir de 1967, el Príncipe acudía dos o tres veces por semana al Ministerio de Hacienda, donde pasó por los diferentes departamentos.

Pero el tiempo pasaba, y ante el hermetismo del Caudillo, Don Juan Carlos comenzó a impacientarse:

–Amalia, ¿tú crees que me nombrara sucesor?– le preguntó a mi madre en una cacería mientras amasaba una miga de pan que había sobre el mantel–. A mí no me dice nada.

–Seguro que sí –le contestó ella–. Lo que pasa es que es muy reservado. Entonces él, levemente aliviado, disparó una bolita de pan con el dedo a uno de los ilustres comensales que tenía enfrente.

El 15 de julio de 1969, el vicepresidente del Gobierno, Carlos Carrero Blanco, citó por la mañana en su despacho al ministro de Hacienda y, tras leerle eufórico el texto de la Ley de Sucesión, designando a Don Juan Carlos, Príncipe de España y sucesor a la Jefatura del Estado, le transmitió que el Caudillo le había pedido que prepara la parte presupuestaria correspondiente al Príncipe y a su Casa, personalmente, guardando la máxima reserva.

Justo una semana después, el 22 de julio de 1969, Franco ungió al Príncipe sucesor a título de Rey.

Para los azules, cada vez más celosos de la influencia que los tecnócratas ejercían sobre el Generalísimo, el éxito de la «operación Príncipe», fue la gota que colmó el vaso de su paciencia.

Por eso, cuando al día siguiente de ser designado heredero Don Juan Carlos, el director General de Aduanas, denunció a MATESA ante el Tribunal Especial de Delitos Monetarios
–que decidió intervenir la empresa y encarcelar a su presidente, Juan Vila Reyes, por haber cometido una estafa piramidal, beneficiándose de los créditos concedidos por el B.C.I.– los falangistas hallaron una oportunidad de oro de politizar el caso, empleando la todopoderosa maquinaria de la Prensa del Movimiento, para arrojar a los tecnócratas a los pies de los caballos.

La campaña de descrédito, instigada principalmente por Solís y Fraga –que utilizó la Ley de Prensa en beneficio propio–surtió efecto.

Una mañana, en el portal de su casa, mi madre tuvo que escuchar cómo el cartero, a la vez que le entregaba al portero la correspondencia dirigida a mi padre, preguntó:

–¿Aún vive aquí ese ladrón?

El 15 de octubre de 1969, hostigado por la campaña de insidias y calumnias propagada por sus adversarios políticos, con alguno de los cuales compartía la mesa del Consejo de Ministros, Juan José Espinosa San Martín renunció a su cargo.

Uno siempre ha creído que la historia algún día hará justicia a aquellos brillantes ministros del Opus Dei que con su audacia no sólo contribuyeron a sacar a España de la paupérrima situación en la que se encontraba, sino que, además, allanaron el advenimiento de la Monarquía, encarnada en la figura de Don Juan Carlos.

Mariano Navarro Rubio, Alberto Ullastres, Gregorio López Bravo, Laureano López Rodó, Faustino García Monco y mi propio padre, entre otros, llamados despectivamente «tecnócratas» por los falangistas, por carecer, según ellos, de «ideología», una ideología, la suya, que había conducido al país al borde de la bancarrota.

El prestigioso profesor Juan Sardá Dexeus, inspirador del Plan de Estabilización de 1959, que combatió en el bando republicano durante la Guerra Civil, afirmó que la transición fue posible porque todos los españoles tenían un seiscientos.

Sin embargo, todavía hoy algunos se resisten a aceptar que el germen de nuestra democracia se halla en aquellos años.

Cuando el 14 de enero de 1982 falleció mi padre, un sinfín de íntimos amigos suyos acudió a casa a darle el último adiós, entre ellos, el entonces ministro de Justicia, Francisco Fernández Ordóñez, que, conocedor de la precaria situación en la que quedaba su viuda, con cinco hijos a su cargo, llegó

incluso a ofrecerle ayuda económica.

Mucho tiempo después, en febrero de 2012, murió mi madre, Amalia García de Oteyza, legando a sus once hijos todo su patrimonio: un piso.

No olvidaré nunca el día que mi padre dejó de ser ministro. Yo regresaba una tarde de otoño del colegio y, en ese instante, él se encontraba en el recibidor despidiéndose, con los ojos empañados, de Pozos, su escolta; y de Paco, el chófer, que, en cuanto me vio, esbozó una tierna sonrisa y, tras posar su mano sobre mi cabeza, me despeinó afectuosamente.

Cuando ambos se marcharon yo me asomé a la terraza y, con la cabeza encajada en la barandilla, contemplé por última vez el Cadillac Eldorado Brougham, y lo perseguí con la mirada hasta que se diluyó en el denso tráfico de Madrid.