40 años de la Constitución
Negra, brillante, sólida, desvaída
¿Cómo nos ven desde fuera? El Rey Juan Carlos y Suárez tenían carisma pero luego dejamos de interesar. Cataluña nos ha puesto, de nuevo, en el foco internacional
¿Cómo nos ven desde fuera? El Rey Juan Carlos y Suárez tenían carisma pero luego dejamos de interesar. Cataluña nos ha puesto, de nuevo, en el foco internacional
El arranque no fue auspicioso. Ni Don Juan Carlos, vástago de Franco para muchos, ni el presidente de Gobierno que heredó, Carlos Arias Navarro, eran garantía democrática para los comentaristas extranjeros. Bastantes demócratas españoles, muy numerosos en la izquierda, abrigaban dudas sobre las intenciones del monarca. Hubo comentarios jocosos de Santiago Carrillo y alguno hiriente del cínico Mitterand hacia el Rey. Cuando el monarca concedió una entrevista a la revista americana «Newsweek» de la que se desprendía que no estaba en sintonía con Arias hubo dudas y preguntas en el exterior: ¿abjuraba verdaderamente Juan Carlos del franquismo? La respuesta bastante clara vino en un cuidado viaje a Estados Unidos donde el Rey se puso de largo ante la comunidad internacional. El americano Kissinger había aconsejado que el camino a la democracia se hiciera sin prisas, pero el Rey, en sus manifestaciones a la prensa –desayunó con diez periodistas yanquis–, en sus conversaciones con el presidente Ford y en una intervención en el Congreso estadounidense, fue rotundo. Había sido invitado por los senadores jefes de los dos partidos en la Cámara y tuvo frases afortunadas: «la monarquía permitirá el acceso al poder a los partidos, según los deseos libremente expresados» y «la libertad es esencial al hombre para su plena realización como individuo». La Cámara lo despidió aplaudiendo y la prensa yanqui certificó su éxito: «España, un rey de nuevo peso» ( «Time»), «Juan Carlos menciona compromiso democrático» («Washington Post») y «Un rey para la democracia» («New York Times»). El eco estadounidense llegó a otros países aunque el nombramiento de Suárez hizo de nuevo, («¡madre mía, un franquista!») aflorar las dudas. Suárez no tardó en despejarlas y los periodistas extranjeros, muy numerosos entonces en España, empezaron a narrar que iba en serio. Legalizaba el partido comunista, ganaba unas elecciones, viajaba a Cuba, daba entrevistas y alentó una constitución democrática. Las revistas francesas «Le Point» y «L'Express» lo consideraban personaje del año y la omnipresente «Time» le daba una portada.
España estaba de moda en las publicaciones foráneas. El Rey y Suárez eran invitados a visitar medio mundo. En Iberoamérica arrasaban. Soy testigo. El político tenía, en la distancia corta, carisma, y el monarca impresionaba: buena planta, políglota y accesible a pesar de su rango.
La salida de Suárez, visto al final con suspicacia por ciertos medios de Estados Unidos al recibir a Arafat y el desplome posterior de la UCD de Calvo Sotelo, trajeron algún pequeño sobresalto en el exterior –tomaba las riendas González, un inexperto socialista–, inquietud que sería pronto superada. España acababa de celebrar un Mundial de futbol del que salió con buena nota organizativa (y muy mediocre deportiva) y el político sevillano probó que ni iba a nacionalizar todas las casas de veraneo, ni a «comerse» a los curas. Alarmó con el referéndum sobre la permanencia en la OTAN, pero al luchar con denuedo en él y ganarlo, subió su papel y el de España incluso ante una Unión Soviética resignada. Uno de los premios fue la celebración aquí de la Conferencia sobre Oriente Medio, deseada por muchos, y que nos puso en el mapa mundial. España con la Olimpiada de Barcelona, en la que el Estado se volcó aunque ahora algún separatista lo oculte, y con la Expo de Sevilla se lució. Mostramos que podíamos hacer las cosas bien, que los trenes salían puntuales –el Ave deslumbró a muchos turistas–, que España funcionaba y que no sólo se comía muy bien, sino que, aunque inventáramos la siesta, la practicábamos poco, a pesar de los comentarios manidos de cierta prensa británica. Con Aznar y Zapatero los «media» extranjeros empezaron a desentenderse de nosotros. Con el del PP, los gobiernos y la Prensa extranjera, comprobaron que cuando España prometía (en la entrada en el euro, en la ayuda a países como Argentina...), cumplía. La guerra de Irak trajo una luna de miel con los círculos de poder y mediáticos de Estados Unidos y frialdad en Francia. Lo contrario que con Zapatero, frialdad en EEUU por su infantil desliz de la bandera y sus manifestaciones sobre la guerra de Irak que irritaron a Bush y los poderes fácticos de aquel país y cercanía a Chirac. La aquí cacareada Alianza de civilizaciones no nos dio ningún brillo porque todos los países importantes la ignoraron. (¿Qué es eso de la alianza?», preguntó el rey de Marruecos a un periodista español). España, con todo, ya sin el menor protagonismo mediático obtenía muy buena nota en los crecientes millones de turistas con el benéfico boca a boca que hacían de regreso a sus tierras.
El protagonismo volvió con los sucesos de Cataluña. Si nuestro país había transitado a un lugar secundario en la atención informativa mundial, el brote independentista catalán atrajo de nuevo bastantes focos, volvieron algunos corresponsales extranjeros, y la imagen, sin llegar a la truculencia, ya no fue tan placentera ni tan rosada. De un lado, el sensacionalismo siempre tienta a algunos periodistas a recoger la fábula de que los choques con la Policía en Barcelona habían producido más de 900 heridos era más llamativo que explicar qué se estaba produciendo un acto claramente ilegal y que las fuerzas del orden debían impedirlo. Por otra parte, un sector no exiguo de los medios internacionales encontraron socorrido que en España quedaba un poderoso poso franquista, «Francoland» titularía un periódico, y explicaban sin rigor lo que acontecía. Por último y más importante, los líderes separatistas catalanes venían dedicando tiempo, recursos y mimos a los corresponsales y medios de información extranjeros. Infinitamente más que el Gobierno de Madrid. Puede afirmase sin riesgo de error que más de tres cuartas partes del presupuesto de las representaciones catalanas se ha venido dedicando a explicar que España no es una democracia, que el Gobierno de Madrid es autoritario y que toda Cataluña suspira por la independencia.
Este trabajo de años no fue contrarrestado por el equipo de Rajoy, que no percibió la importancia de los medios de información. La actual Generalitat va a continuar expandiendo su mensaje insidioso sin reparar en gastos. Enviar, por ejemplo, centenares de hinchas con pancartas separatistas al partido de fútbol planeado por Tebas en Miami será siempre más importante que acortar las listas de espera sanitarias. La conducta de Sánchez sembrando dudas sobre la actuación de nuestros jueces es una munición de lujo para los separatistas. Y así estamos. Gustamos a los visitantes pero la imagen ya no es pura, es desvaída. El espejo tiene la raja catalana que los separatistas tratan de agrandar. España no ha captado casi ninguna de las empresas que huyen de Londres por el Brexit. No nos engañemos, una causa fundamental es la incógnita catalana. El dinero es comprensiblemente cobarde.
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