Cataluña

Pesadillas Puigdemont

Cuando el ex president se despertaba, la mayoría de sus paisanos seguían allí y se empeñaban en no ser tan catalanistas como él quería: un mundo peor al que acababa de abandonar en sueños.

Pesadillas Puigdemont
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Cuando el ex president se despertaba, la mayoría de sus paisanos seguían allí y se empeñaban en no ser tan catalanistas como él quería: un mundo peor al que acababa de abandonar en sueños.

Semejante a una trirreme griega que navega por la costa hacia Itaca, sobrecargada de equinos aterrados y dando bandazos a la deriva, mientras va viendo alejarse y acercarse de una manera oscilante los dientes afilados de los arrecifes del litoral, así pasaba el pequeño Puchi sus noches de pesadilla.

Ya de infante, cuando mostraba afición por los juegos de nigromancia, sus mayores le decían que tenía demasiada imaginación. Nunca supo si se lo decían en sentido positivo o negativo. La imaginación producía en los sueños los mayores deleites y refinamientos, pero también producía, en las pesadillas, las más insufribles y angustiosas torturas. Contra lo que pudiera pensarse, lo más terrible no eran las pesadillas sino los sueños placenteros.

Despertarse de una pesadilla era, al fin y al cabo, acceder a un realidad mejor, respirar aliviado. Despertarse en cambio de un sueño construido con todos los delirios y disfrutes de su potente imaginación hacía que, por comparación, la realidad cotidiana fuera sórdida, pastosa, desalentadora. Cuando se despertaba, la mayoría de sus paisanos seguían allí y se empeñaban en no ser tan catalanistas como él quería: un mundo peor al que acababa de abandonar en sueños. Él amaba al pueblo, pero el pueblo era tan bruto que no le correspondía con el mismo amor unánime. Es más fácil ser unánime cuando eres uno, pero eso Carles nunca acabó de absorberlo intelectualmente del todo. Sus paisanos no es que no quisieran ser catalanes, o no se sintieran catalanes, o tuvieran miedo a considerarse catalanes. Era simplemente que, como gentes razonables, se negaban en redondo a darle tanta importancia a ese simple hecho.

Puchi soñaba entonces con volar a Madrid evitando coger el puente aéreo, usando una línea extranjera, aunque fuera más caro, para poder desembarcar por entradas internacionales como si viniera de Cataluña y ésta fuera territorio extranjero. Soñaba con tener un cargo y un becario para poder enviarlo por delante a los hoteles y que intentara inscribirlo con un pasaporte europeo, a ver si colaba, para no tener que reconocer que su pasaporte era español.

La familia empezaba a mostrarse harta de lo caras que le salían las chiquilladas de Puchi, así que Carles sintió que necesitaba buscarse mecenas de mucho bolsillo para que se las financiaran. La mejor manera de hacerlo era entrar en política porque la burguesía siempre se arrima al poder. Bastaba buscar las familias a las que esperaran grandes problemas fiscales en el futuro. Ellos le financiarían sus sueños más delirantes, como despojar de sus derechos constitucionales a los vecinos que no se arrodillaran ante su bandera, convocar votaciones con trampas y sin garantías para después anunciar resultados falsos, o convertir TV3 desde la mañana a la noche en un spot continuo de sí mismo al estilo de Tele Chávez.

En sus mejores momentos oníricos, imaginaba que se cumplían las órdenes de María Aurelia Capmany en los ochenta cuando decía aquello de que «todos esos bilingües deberían ya estar fuera». Imaginaba entonces deportaciones pacíficas y de buen rollo, justificadas con argumentos de fingida simulación democrática. Para realizarlos, contaba con el regalo imaginario que pensaba pedirles a los reyes (de Oriente, por supuesto; nunca Borbones): una republiqueta. Era un artefacto un poco mutante, inspirado en los regímenes bananeros de la latinoamérica decimonónica, donde al incauto ignorante se le convencía que democracia era sólo votar, a la vez que desde el poder se le preparaba simultáneamente el constante y calculado pucherazo.

La republiqueta tenía que mantenerse siempre corriendo, porque si no se caía con ella de la cama. Descubría entonces que, aunque el nivel cultural de Cataluña había descendido estrepitosamente en las décadas de pujolismo, todavía quedaban catalanes que leían a Montesquieu, Diderot, Thoreau, Tocqueville o John Stuart Mill y que le sacaban la lengua. Como él en el fondo lo que quería era dormir tranquilo y soñar despierto, huyó. Sus sueños cambiaron entonces a aventureras odiseas de heroicos exiliados, siempre románticas y poéticas. Pero, aunque quedara poco sublime, se dio cuenta de que debía dejar a alguien a cargo de su dormitorio y del voto cautivo que había encerrado dentro. Lo primero que le dijo al palanganero es que le sacara el polvo al mobiliario, pero que ni se le ocurriera tocar sus juguetes. Estuvieron de acuerdo en que siguiera excitando el odio, la satanización del otro, los insultos; no fuera que a la gente se le ocurriera levantar la cabeza y, mirando, darse cuenta de que el de al lado no era un demonio. Esa era la base, pero lo más importante era decir que todo se hacía por el bien del país. De qué país hablaban, ni se sabe.

Un día, mucho años después, en una de sus cíclicas caídas de la cama, pequeño Puchi sintió que no llevaba pijama. Notó el roce, algo áspero y aromático de otras pieles, otras carnes. Pieles sudorosas, agrestes, que olían a calor de lucha y todo un poco a sobaco. Era gente pegándose por algo tan ridículo como sueños indemostrables. Gente que soñaba sus mismos sueños y gente que soñaba otros sueños, pero todos vociferando, enfebrecidos, enseñando los dientes. Pequeño Puchi dijo que lo iba a arreglar desde su exilio imaginado pero ya no podía. Era la realidad biológica que venía pidiendo lo suyo a los onirismos poéticos de sueldecito de político. Cuentan que Puchi se volvió insomne y nunca más pudo ya conciliar el sueño.