El análisis
¿De qué se ríe?
Sánchez ha sorprendido practicado un tipo de carcajada hueca del tipo «me parto». Mofarse de todo lo que le rodea y se le opone no parece la solución más madura ante el panorama
La risa nerviosa suele desatarse en las personas cuando están en un brete, rodeadas, inseguras, sometidas a presión, y quieren convencerse de que todo va bien, que tienen las cosas bajo control y que nada malo va a pasarles. En las últimas semanas, el presidente del Gobierno nos ha sorprendido a todos practicando en diversas ocasiones un tipo de carcajada hueca del tipo «me parto» que ha levantado muchos comentarios e innumerables interpretaciones. La primera vez fue en su alegato, en el mismísimo Congreso, en los debates de su propia investidura nada menos. La sorpresa invadió al público en general, pero con indulgencia jocosa se descifró como entendiendo que había caído en la euforia infantil de creerse que iba muy sobrado. Al cabo de pocos días, sin embargo, insistió. Esta vez fue en la presentación de su libro que, curiosamente, encargó a un conductor de programas de cotilleos. Sin duda, una reivindicación o guiño a lo que él debe considerar que es cultura popular.
Si bien el presidente es un gran comediante (con cierta tendencia al monólogo) el humor naturalísimo no es su fuerte. Se le da mejor el arrepentimiento melodramático, las escenas en que pone cara de pena para justificar a su amada (el votante) que después de traicionarla aún la quiere.
El evento mediático de la presentación se resolvió, por tanto, entre dos direcciones fundamentales: básicamente reír y llorar. Sánchez lloriqueó como un hombre asegurando que le insultaban y que su delicada alma sensible estaba muy herida por ello y, acto seguido, infló la pechera como es habitual y se puso moralista asegurando que esos vituperios que desde todos los lados ha concitado ejemplificaban el bajo talante moral de la sociedad española.
Todo aquel que le critique o le haga escarnio debe ser considerado, según él, derecha o ultraderecha. Pablo Iglesias, Felipe González, Alfonso Guerra y Nicolás Redondo incluidos, supongo. Daba la sensación de estar a punto de defender que incluso todos aquellos que llamen telebasura a los programas de cotilleo son susceptibles de ser acusados de delito de odio. Como si nos dijera: hay que ver qué mala es la gente.
Con franqueza, no creo que la gente sea mala por definición. Creo más bien que un presidente asediado por las circunstancias en que se ha metido, una vez que ha desahogado sus reproches y se ha envalentonado por su propia catarsis, pasa entonces a liberar la adrenalina con un tipo de risa que al final siempre resultan algo compulsiva. Los hechos y las circunstancias comprobables son que uno de los pocos nombres solventes y de preparación contrastada de su ejecutivo ha huido a Europa para escapar de ese colapso de gobierno que ve acercarse inexorablemente en el horizonte.
Son también que el Tribunal Supremo ha juzgado irregulares sus nombramientos. Que sus socios de gobierno se dividen en luchas internas implacables en la que no dan cuartel ni a los suyos. Que sus otros socios de investidura pasan a señalar jueces con nombres y apellidos, con un claro objetivo coercitivo, y la población lo presencia atónita. Que Europa se interesa más que nunca por sus desmanes y empieza a mirarlo con recelo en el peor momento, cuando ostenta nuestro país la presidencia rotativa de la unión, convirtiendo lo que tenía que ser una ventaja promocional en una pesadilla de cuestionamiento general internacional. Que en Oriente medio nuestras relaciones diplomáticas se enturbian debido a la inoportunidad de unas declaraciones suyas que se podían haber hecho con facilidad de otra manera sin caer en la bisoñez del que no sabe.
Mofarse de todo lo que le rodea y se le opone no parece la solución más madura ante ese panorama, ni la mejor táctica en un momento en que los votantes socialistas escapan a millones según los sondeos. El público en general podría interpretar esas carcajadas como que se está riendo de todos los españoles, de sus disidentes y de sus propios votantes a los que prometió cosas contrarias a las que está practicando. Curiosamente, de quien no pareció ser capaz de mofarse fue precisamente de lo más risible: de los delirios verbales de Puigdemont cuando lo tuvo ante él hablando en el Parlamento Europeo.
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