El desafío independentista
Regreso al futuro
Que un gobierno, en este caso el gobierno autonómico catalán, organice un simposio con el revelador título: «España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014)», tal es el título del magno acontecimiento que el Gobierno catalán organiza a través del Centre d'Història Contemporània, dependiente del Departamento de Presidencia de la Generalidad de Cataluña, es un síntoma revelador. Es que –piensan los políticos nacionalistas– la historia es una cosa demasiado importante para dejarla en manos de historiadores. ¿Malats de passat, (enfermos de pasado) como sostenía el filósofo Ferrater Mora?
Lo he calificado de síntoma revelador: Cataluña es en tanto en cuanto España está en contra. En eso consiste la mirada «histórica». Me explicaré. Como escribe, pace Hegel, el también filósofo Slavoj Zizek: «la nación, la identidad nacional, llega a ser a través de la experiencia de la amenaza a su existencia –previamente a esta amenaza, la nación no existe en absoluto.» Añado yo: en este sentido preciso se puede decir que Cataluña es una invención del pasado, o aún más: de España.
Pero para comprender cabalmente este embrollo es preciso comprender previamente lo que para los nacionalistas significa ese otro término mágico: la «historia», la mirada histórica. Porque mucho me temo que la historia de los historiadores no sea la historia de los nacionalistas o de los –el término que propongo– la de los nacional-historiadores. En efecto, la «historia» que nos han contado –que nos seguirán contando en la apoteosis del próximo simposio- los nacional-historiadores es, no una historia inventada, sino fantaseada, que no es lo mismo: «caen presos de la ilusión de que, por medio de su lucha, realizan los antiguos sueños de sus oprimidos ancestros» (S. Zizek, Tarrying with the negative, 1993). Y en esto consiste la eficacia política de todo verdadero nacionalismo.
La nación de los nacionalistas se funda en una deuda impagable: una obligación de contraprestación permanente a cuenta de una muerte (asesinato) irreparable: «el dominio de los muertos sobre los vivos». Así definía Gustave Le Bon (Leyes psicológicas de la evolución de los pueblos, 1894) lo que es una nación y de la que se hizo eco –si bien se lee Renan en su famosa definición de la nación como plebiscito diario: el nacionalista oye su voz permanentemente y para ello necesita mantener viva la memoria de ese acontecimiento que hace nacer la deuda-Nación: en este caso 1714. El momento en que nació la Nación o lo que es lo mismo: el día en que Cataluña dejó de ser una nación. Formación sintomática que representa a la vez el goce de la muerte del Otro y su reparación: el sujeto goza del sacrificio por la Nación.Y en este sentido la «historia» de los nacionalistas es la escritura de una fantasía precisa. Y como sostuviera Georges Sorel respecto de los mitos sociales: no pueden ser refutados. Como las fantasías que los organizan. Y el catalanismo responde a una fantasía precisa: somos una raza amenazada, en peligro de extinción, a punto de ser devorados y estamos obligados, debemos preservarla. Y este deber nos autoriza a todo. De ahí extrae su eficacia política. Lo he explicado en mi libro La raza catalana. El núcleo doctrinal del catalanismo (2 vols.). De los nacionalistas decía alguien: inasequibles al desaliento; sí, pero hay que añadir: inasequibles al documento y al argumento, también. Por eso resulta estéril combatir sus fabulaciones «históricas» con apelaciones a la realidad, sea la de 1714, la de 1640 o la de 2014: «El autogobierno de Cataluña como nación se fundamenta en los derechos históricos del pueblo catalán...». Pero, ¿en qué consisten los tan cacareados derechos históricos? Oigamos al preclaro varón que dirigía en aquellos momentos los destinos de ERC, el Honorable Josep Lluís Carod Rovira: «los derechos históricos son incuestionables, pero otra cosa es a qué nos dan derecho; esto es negociable». Analicemos con rigor la fórmula de Carod. Los derechos históricos son incuestionables; de acuerdo, pero esos derechos no tiene un contenido incuestionable, identificable. Debemos, entonces, descubrirlos al negociar (o al decidir). Pero, contestaría el hombre común: si eso es así, esos derechos no serán históricos, esto es, basados en el (glorioso) pasado, sino en el futuro. ¡Qué descubrimiento! gritarán alborozados los adeptos de la secta per la independència: ¡Regresamos al futuro! Porque somos una nación histórica tenemos el derecho a decidir. Así es. El brocardo catalanista del ex–gurú de la independencia pone al descubierto, en efecto, una estructura propia de la ciencia-ficción. La fórmula política de Carod para solucionar el «desencaje» (de bolillos, sin duda) de Catalunya (con ny) con Espanya (ídem) no es otra que la del «regreso al futuro». Me explicaré: esa fórmula expresa una «historicidad» precisa: el futuro debe ser lo que hubiera sido de no haber sucedido lo que nunca debió suceder (la contingencia) el trauma de la derrota nacional (1714). O sea, la política nacional, la reconstrucción nacional, es un condicional contrafáctico. Una de las estructuras lógicas literariamente más fecundas porque facilita el marco necesario para la fantasía: ¿que hubiera pasado si no hubiera sucedido lo que sucedió; si no.... entonces...
Este carácter contrafáctico es lo que confiere la dimensión «ideal» (en sentido moral) al catalanismo. Arcano en tanto en cuanto desaloja la dimensión misma de la historia. La nación se convierte por este sesgo en el antídoto de la historia. Su construcción, la reconstrucción nacional, es la garantía de la inexorabilidad de ese tiempo eterno, el tiempo del mito, trasunto de una deuda imprescriptible. Porque todo está escrito. Un texto al que debemos someternos, al pie de la letra. Lo contrario de la libertad, de la historia. Derecho a decidir para que lo que está ya decidido, escrito, no cese de escribirse.
*Profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona
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