El desafío independentista

Somos catalanes

Todos lamentamos ver cómo parte de la región que habitamos piensa que vale la pena triturar todo un sistema democrático. Por ello no queremos participar en ninguna votación que no esté hecha con garantías que aseguren que el resultado sea fiable.

Una imagen nocturna de la Ciudad Condal tomada desde un helicóptero
Una imagen nocturna de la Ciudad Condal tomada desde un helicópterolarazon

Todos lamentamos ver cómo parte de la región que habitamos piensa que vale la pena triturar todo un sistema democrático. Por ello no queremos participar en ninguna votación que no esté hecha con garantías que aseguren que el resultado sea fiable.

Somos catalanes y estamos tristes al ver cómo parte de la región que habitamos, ante la melancolía de ver nuestro mundo cambiar y desaparecer, piensa que vale la pena triturar todo un sistema democrático para intentar evitar ese proceso imparable.

Somos catalanes pero no nos parece que la identidad ni el nacionalismo den solución a ninguno de los problemas contemporáneos del siglo XXI.

Somos catalanes, pero serlo no nos parece una misión ni nada especial en la vida que justifique violentar las reglamentaciones de las instituciones de derecho con las que, en libertad, nos hemos dotado.

Somos catalanes y, como tales, somos bípedos con dos lenguas propias que nos gusta practicar sin que nadie nos imponga una u otra.

Somos catalanes y detestamos las exposiciones de moral patriótica no enteramente exentas de un baño de vinos gasificados del Penedés.

Somos catalanes y no nos gustan los políticos que dan a sus apoteosis un leve barniz de base en la realidad para que sus pamplinas parezcan ciertas.

Somos catalanes y somos seres amenos, creativos, fantasiosos, un poco infantiles a veces, que disfrutan y comparten con sus paisanos un clima y un paisaje bendecidos por la suavidad propia del mediterráneo.

Somos catalanes y no podemos evitar preferir el mundo simbólico que encontramos en la canciones de Serrat (plenas de bilingüismo, sensualidad, picardía y luz, dónde hasta el dolor es humano), al mundo de las canciones de Lluis Llach (tan habitado por agravios y por colectivos, todos ellos monolingües y perpetuamente enfadados).

Somos catalanes y serlo nos parece el mejor resumen de la hispanidad en la medida que las inmigraciones que llenaron nuestra gran capital (y formaron tres cuartas partes de la población de nuestra zona) provienen de todas partes de España en parecida proporción. Al contrario que en Madrid donde la inmigración procedió en su mayoría de las provincias castellanas.

Somos catalanes y nuestros negocios marchan, nuestras soluciones estéticas han interesado al mundo por pintorescas, nuestros proyectos siguen buscando salida hacia el resto del globo terráqueo. Somos (creo que ya lo he dicho) seres amenos, creativos, fantasiosos, pero ni más ni menos amenos, creativos o fantasiosos que nadie de otro lugar.

Somos catalanes y somos creativos y fantasiosos tanto para los bueno como para lo malo, hasta el punto de inventar cosas tan poco o nada recomendables como el voto basura o el copago informativo.

Somos catalanes y adoramos a los futbolistas bajitos que hacen malabares con los pies y dejan sentados a los grandes Goliats del culturismo. Es como la revancha de los pequeñajos del cole, cuando un día al fin se ligan a la rubia más alta de la discoteca ante el estupor y el pasmo general. Llega entonces uno de los burócratas apoteósicos y vemos con aborrecimiento cómo nos llena el campo de banderas.

Somos catalanes y no nos entusiasman las banderas porque las consideramos básicamente un trozo manufacturado de la industria textil. Si tanto significado tienen como suponen algunos, nos preguntamos entonces porque no nos comunicamos con ellas como en la marina. Ni que decir tiene que preferimos para eso las palabras.

Somos catalanes y no deseamos volver a la Edad Media, con sus encapuchados, sus campanillas, sus danzas de la muerte y sus problemas dermatológicos, por mucho que la cetrería quede bien en las ferias medievales de los pueblos.

Somos catalanes y experimentamos una sensación de falta de geometría cuando presenciamos una ocupación egoísta del espacio público por parte de un grupo cerrado de algunos de nuestros congéneres.

Somos catalanes y consideramos humanamente inaceptable el adoctrinamiento político de los niños, sobre todo cuando se les impone sin preguntarles en los colegios y escuelas donde se les debería enseñar a interrogarse por sí mismos y a detectar las informaciones bien fundamentadas.

Somos catalanes y nos desagrada profundamente que se dirijan nuestras instituciones de debate, como el parlamento autonómico, de un modo que hasta un simio bien adiestrado podría hacerlo.

Somos catalanes y tenemos mucho más sentido del humor del que parece, aunque luego siempre nos falle el gracejo a la hora de contar los chistes.

Somos catalanes y no queremos participar en ninguna votación que no esté hecha con aquellas garantías que exige toda democracia occidental para que el resultado sea fiable. Esas ceremonias de la confusión, por teatrales y sensacionales que se pretenda hacerlas, solo contribuyen a vaciar de sentido la palabra democracia.

Somos catalanes y queremos seguir formando parte de España, a la que consideramos una idea muy simpática, de Europa, a la que consideramos una idea de futuro, y del mundo, al que consideramos una idea muy humana.

Y somos muchos.