Política

Barcelona

Testigo directo: «Visca l’Empordà!» con camiseta color «coral»

La «Cataluña catalana» salió a la calle tratando de vender una falsa imagen de unidad festiva, ignorando al resto de catalanes. Era como un partido de fútbol en el que todos son del mismo equipo.

Testigo directo: «Visca l’Empordà!» con camiseta color «coral»
Testigo directo: «Visca l’Empordà!» con camiseta color «coral»larazon

La «Cataluña catalana» salió a la calle tratando de vender una falsa imagen de unidad festiva, ignorando al resto de catalanes. Era como un partido de fútbol en el que todos son del mismo equipo.

He vuelto, como anuncié, a la ofrenda floral a Rafael de Casanova, mártir sin haber muerto en el cerco de Barcelona de 1714. Lo visto puede resumirse así: en la mañana del 11 de septiembre de 2018 no ha habido espectáculo político más deprimente en toda Europa como el que se vivió en una esquina de Barcelona, donde el «conseller en cap» se retuerce herido apoyándose en la senyera, según el canon romántico. Es imposible congregar tantas fuerzas reaccionarias como las que ayer se dieron cita. Si un partido flamenco de inspiración xenófoba, exhibiendo su león encrespado sobre fondo amarillo que tanto gustaba a los nazis, se siente como en casa es porque en algo comparte el mensaje de sus huéspedes. Por contra, no hay que ensañarse con la representación de Süd Tirol, esos jóvenes con su pantaloncitos cortos de cuero, pero si ellos se ven representados en este «pollastre» –según definición de Puigdemont– es porque la privilegiada Bolzano les debe parecer como Cataluña. Es la Europa de los derechos históricos y los privilegios. Menos extraña resultó la presencia de Otegi. Iba por la calle Bailén con una cámara por delante y, para que se oyera, su acompañante –me pareció un poco pelota– le dice: «Arnaldo, hace falta un gesto de hombría y dignidad».

Tal y como las comitivas dejaban las flores y se les regalaba un trozo de «Els Segadors», se iban a almorzar. Eduard Pujol, que tiene porte de jefe de colla, hizo un gesto un tanto «barroer» (grosero) llevándose los dedos a la boca y moviéndolos insistentemente. «Hay que jalar». Y se metieron en un bar.

Pronto llegaron los miqueletes desfilando, que siempre gusta a los niños, pero esta vez hasta llevaron unos frailes que les bendecían antes de entrar en combate y unas cuantas campesinas que dejaban mucho que desear. Esos días en Barcelona se cruzaban dos corrientes humanas: el turismo y el nacionalismo. He visto el choque de esas dos corrientes, de nuevo, en la calle Montcada, Unos, los lugareños, querían llegar al paseo del Borne, a la espalda de Santa María del Mar, cruzando esa callejuela noble y medieval desde Princesa, donde una compañía de miqueletes iban a disparar sus alcabuces y mosquetes. No era una broma, ni teatro, porque la exhibición iba en serio –la tropa y los oficiales tenían caras de otro siglo, puede que sus cerebros también– y es probable que esos soldados disfrazados de época matarían al mismísimo Conde Duque de Olivares de aparecerse por allí como cualquier turista, no digamos a Felipe V, y puede que a toda la dinastía borbónica. En dirección contraria, queriendo huir de las explosiones y petardos verbeneros de tan pintoresca gleba, una riada de foráneos intentaba abrirse paso siguiendo a sus guías. Esa confusión entre comedia y tragedia se mezcla en un cóctel intragable.

Fondo de armario nacionalista

El ambiente preliminar en los alrededores de la Diagonal poco antes de las 16:00 era como el de un partido de fútbol. Hay una diferencia: todos son del mismo equipo. Este año la camiseta es de un salmón anaranjado algo pastel (más tarde me enteré que era «coral», como no podía ser de otra manera). El fondo de armario nacionalista crece. Todo el que participó llevaba un camiseta coral o amarilla, una bandera, un lazo....

La estructura de la masa era básicamente familiar, diversa en el número de miembros, hijos y abuelos, y de colla –grupo tribal de amigos–, al punto de que una pancarta decía: «La colla vol viure en una Catalunya lliure» (la colla quiere vivir en una Cataluña libre») y que da a todo un ambiente pequeño, muy nuestro. Socialmente la marcha estaba compuesta de personas con trabajo, con estabilidad laboral y con una vida estructurada. La crisis ha pasado sin dejar huella. En muchos se nota que acaban de volver de vacaciones y no se han quitado las menorquinas. En la edad es significativa esa franja dorada de la sesentena, para abajo y para arriba, que juguetea con la juventud, como si hubiera encontrado sentido a su vida y llenasen un vacío existencial clamando por la república.

Llevar la misma camiseta o cualquier otra prenda identitaria tiene sus ventajas e inconvenientes Es bueno porque facilita la contabilización de las masas, que se desdibujan aún más, y marca la diferencia entre unos y otros. Y es mala porque señala a quien no la lleva, aunque tiene el lado positivo de que esta diferencia incrementa la individualidad del disidente.

Llegaron desde todos los rincones de Cataluña y se hizo visible la «Cataluña catalana» (cambien el lugar y comprobarán el horror que causa), que es la máxima aspiración del nacionalismo. Se instalaron en los laterales de la Diagonal y al estar distribuidos por procedencia («Visca l’Empordà!», gritaba uno) era como estar en casa, en una demostración de lo que podía ser Cataluña si no estuviera «los otros», los que no son la «Cataluña catalana». Si la vida fuera siempre así, todos juntos, comiendo juntos, sudando juntos... no habría conflicto. Con lo fácil que sería todo, si no estuvieran los otros.

Desde la megafonía, Catalunya Radio repite una entrevista de Borrell en la BBC y la gente se calienta. E intercalan la voz de Iceta y, claro, se mencionada a Albiol y Arrimadas. Y así pasaban las horas. Hasta que a las 17:14 (por 1714) se pide silencio y se oye venir un tsunami de gritos realmente terrorífico. Ya está. Se produce un extaño silencio, un vacío existencial, y vuelve esa manera absurda –como si tuvieran hipo– de gritar «independencia».