11-M

Una cúpula contra el olvido

Bajo la luz. El monumento dedicado a las víctimas del atentado del 11-M en Atocha
Bajo la luz. El monumento dedicado a las víctimas del atentado del 11-M en Atochalarazon

La memoria es como las cicatrices, uno se acostumbra a vivir con ellas. Uno, casi es inevitable, se habitúa a la tensa elasticidad de ese repliegue de piel he-rida. Luego, con el tiempo, se deja de prestar atención a las secuelas: una cojera, una tara, una lesión irreversible. Con los meses se acaba por ver como algo corriente lo que no tiene nada de común. El problema es al levantarse, cuando se repara en la quemadura del antebrazo, o al acostarse, cuando se ve la sutura que recorre un gemelo o zigzaguea por el empeine de un pie.

Las cicatrices son contenedoras de una memoria, un espejo en el que más tarde o temprano uno acaba mirándose de nuevo. Son como esos fantasmas con los que se convive, pero que nunca desaparecen. Las víctimas del 11-M llevan aquellas explosiones por dentro, igual que los supervivientes del 11-S aún respiran polvo de cemento desde que se derrumbaron las Torres Gemelas. Es algo físico, que forma parte de su cuerpo, igual que si les hubieran sustituido la columna vertebral por alambre de espino. Es un dolor que punza de vez en cuando y que los analgésicos alivian, pero que se perpetúa por dentro con la insistencia de un chirrido de dientes.

Se dice que hay un hombre que acude todos los días, cada mañana, al monumento del 11-M en Atocha. No entra. No mira la cúpula. A través de esas paredes de cristal, lee un nombre. Luego se marcha. No existe una memoria. Por lo menos, existen dos. La de la sociedad, que tiende a olvidar, y la de aquellos que no olvidan. Que quizá querrían, pero que no pueden. Hay una cicatriz que se lo impide.