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Coronavirus

Me estáis dando el fin del mundo

Por un elemental sentido del decoro, no nos deis el fin del mundo. Extingámonos con dignidad.

Me estáis dando el fin del mundo larazon

Mi ángel custodio y pagano siempre está de guardia y esa es mi cruz. Nunca he tenido una enfermedad grave, pocas veces tengo fiebre, no me he roto jamás un hueso. Tengo la absoluta e indiscutible convicción de que soy inmortal y carezco, por lo tanto, del más mínimo sentido del peligro. Soy como la animadora de “Héroes” tras descubrir su superpoder.

Desde esta certeza de futura superviviente del apocalipsis, vivo este confinamiento con preocupación por la salud y el bienestar de los que quiero, pero sin abatimiento ni inquietud por mí misma, más allá de las ganas que tengo de echarme a las calles, como un monete sacudiendo con ansia una valla en el zoo. No es por falta de solidaridad o empatía, no me malinterpreten, es porque no soy muy de la afectación, el estoicismo se me activa con los dramas. Lo vivo más como un eventual inconveniente, demasiado largo ya, que como una trascendental tragedia. Uno molesto, incómodo, pero que pasará.

Supongo que decir esto cuando nos están arengando con verborrea bélica a superar esto con honores domésticos es casi subversivo. Estamos en el tiempo de salvar niños hambrientos a golpe de clíquiti, de sentirnos parte de una comunidad por gritar “veo, veo” por la ventana y que te conteste un señor aburrido desde el otro lado de la calle, de sentirnos héroes por salir al balcón en pijama a dar palmas, de confeccionar mascarillas con retales que no podrá utilizar nadie porque no protegen de nada. Es la época de los gestos, del artificio, de la tramoya. Un fin del mundo instagramero y youtubero. Puritito postureo.

No me refiero, por supuesto, a los que de verdad están sufriendo, a las víctimas y sus familiares, esos no tienen tiempo ni ganas de lamentarse en redes o salir a cantar “resistiré” a voz en grito todos los días a las ocho. Bastante tienen con llorar a los suyos. La pornografía emocional siempre es del que le rozó una bala haciéndole un rasguñito mientras estaba en la retaguardia, no del que le volaron la tapa de los sesos en primera línea de fuego. Tampoco a los sanitarios y fuerzas de seguridad. Esos no están para fiestas, están haciendo su trabajo. Sin heroicidades, con discreción, con entrega. No conozco a ni uno solo que sienta que está haciendo historia o que merece un especial reconocimiento a su labor. Que lo merecen.

Es curioso este fenómeno. A mí, que tengo un acusado sentido del ridículo, me abochorna enormemente y al mismo tiempo no puedo apartar la vista, alucinada. Me fascina y me repugna.

Me molesta, por ejemplo y hasta el extremo de apagarla, que en la radio traten de motivarnos y alentarnos con consignas positivas, como si fuésemos niños con problemas cognitivos y ellos monitores de nuevas metodologías educativas. Un fin del mundo diseñado por María Montessori. Y es que como dice mi amiga Zoé Valdés, lo peor del apocalipsis es el buen rollito.

Quizás nos lo merecemos, como miembros de una sociedad infantilizada que suplica tutela contantemente, protección y amparo. Una que, como si fuera el rey o un tirano y párvulo hijo único, se sabe -se cree- irresponsable e inviolable. Y ahora, que lo único que nos piden es que nos estemos quietos y no jodamos mucho, nos sentimos héroes. Vaya cuajo. El enaltecimiento de la pasividad sin sonrojo.

Me puedo imaginar perfectamente, casi sin taparme la cara de vergüenza (he dicho “casi”) las navidades futuras. Como si fuera Ebenezer Scrooge y me hubiera visitado el fantasma correspondiente fuera de fecha y de carta.

Nochebuena 2050, interior noche. La sala, amplia, aparece decorada con un enorme árbol de navidad cuajado de vistosos adornos. En la chimenea arden unos troncos y penden unos calcetines llenitos de dulces. Huele a naranja, clavo y canela. Suena música, pero no la identifico gracias a mi amusia. Sobre la cómoda encontramos fotos del abuelo en pijama sosteniendo una taza de café. La mirada cansada pero firme, convencido de que esa guerra la iban a ganar juntos, resistiendo en esquijama y pantuflas. En otra foto aparece tumbado en el sofá, con el mando en la mano derecha y acariciando al gato con la izquierda. En otra, aplaudiendo muy fuerte en el balcón, junto a unos hermosos geranios. Nunca descuidó las plantas, ni en los peores momentos.

“Vosotros no sabéis lo que fue aquello, no os lo podéis imaginar porque nunca os ha faltado nada”. Todas las nochebuenas igual. Atención, batallita. Los niños sueltan unas risitas y se dan codazos, los padres les chistan para que escuchen al abuelo mientras ellos se sirven otra copa. Un respeto a los mayores, copón. “Salíamos todas las noches a aplaudir al balcón. Todas. Una tras otra, inasequibles al desaliento”. Un crío bosteza y se lleva una colleja. “A veces hasta se nos olvidaba ducharnos o cambiar las sábanas. Cantábamos “Resistiré” y “Sobreviviré” a gritos, toda la manzana. Mira, se me eriza el vello solo de pensarlo”. Tose un poco, alguien le alcanza un vaso de agua, se ajusta las gafas dando las gracias. “Y así vencimos al virus y salvamos el mundo: quedándonos en casa todo el rato”.

Supongo que por mis referentes culturales me imaginaba el apocalipsis más espectacular, con zombies, explosiones, saqueos, meteoritos. Pero no. Nos ha tocado un apocalipsis de andar por casa, de franela y calcetines, de chocolate, peli y mantita. Y no pasa nada, si no hay épica, pues no hay épica. ¿Qué le vamos a hacer?

Pero por un elemental sentido del decoro, no nos déis el fin del mundo. Extingámonos con dignidad.

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