Familia

Buscando pepitas de oro

Opinión

Hemos llegado a normalizar de tal modo lo surrealista que ya ni siquiera asistimos boquiabiertos a sesiones del Congreso donde se pasean seres que, en otro tiempo, en otra vida, no habrían sido admitidos en ninguna reunión considerada civilizada, y solo a ratos, como si despertáramos de un letargo sabiamente inducido por las fuerzas de la no comunicación virtuales, nos preguntamos cómo hemos podido llegar a esto.
Hemos llegado a normalizar de tal modo lo surrealista que ya ni siquiera asistimos boquiabiertos a sesiones del Congreso donde se pasean seres que, en otro tiempo, en otra vida, no habrían sido admitidos en ninguna reunión considerada civilizada, y solo a ratos, como si despertáramos de un letargo sabiamente inducido por las fuerzas de la no comunicación virtuales, nos preguntamos cómo hemos podido llegar a esto.PIXABAY

Hace unos días resolví dejar de mirar las noticias en redes sociales pero, como en tantos otros propósitos frustrados, no lo conseguí. Decidí, entonces, pasear por ellas como quien hojea un libro de recortes, en el que cabe pensar que es igual de importante (o de irrelevante) que Paquirrín haya demandado a su madre a la provecta edad de 37 años y después de quedar ampliamente demostrado que, por sí mismo, no sabe ganarse la vida sin mencionar sus orígenes, que al fin se baja el precio de las mascarillas y casi se nos ofrece cual dádiva lo que hace ya ocho meses que debió ser una obligación o que el COVID empieza a generar enemigos más letales que los meros destinatarios de su virulencia, y que ese enemigo se deletrea P-f-i-z-e-r y, hace muchos años, ya brindó alegrías de muy distinto calado al patentar la Viagra. Para estar informado de modo ordenado y proporcionado solo nos queda la prensa, la artesanal manera de comunicar información veraz, en secciones y compartimentos claramente definidos: un heroísmo frágil en este mundo que nos habla a cada segundo, pero, solo raras veces, nos cuenta realmente algo.

El libro de recortes es amplio, ilógico, estremecedor y ridículo a partes desiguales, fiel reflejo de cómo nos está quedando España. Un país donde un hijo de barrendera limpia las calles para reivindicar el trabajo de su madre y el incivismo de sus conciudadanos, y naturalmente lo graba y naturalmente lo cuelga y naturalmente queda expuesto a que todos piensen que es un montaje, una estrategia burda, un chantaje de tintes políticos sentimentaloides, otra estafa de este mundo perro donde el que un hijo defienda el empleo de su madre ya no nos merece ni el más irrisorio voto de confianza. Al lado de ese recorte se puede encontrar otro, o muchos otros, de todo pelaje, entremezclados sin responder a mayor criterio que lo que determine el número de clicks, de vistas, de shares. Lo que no es viral es deglutido silenciosamente en el anonimato y a cambio, se nos acumulan noticias absurdas, trascendentales, urgentes y absolutamente prescindibles sin que nos alcance ni el tiempo ni los recursos mentales en cribar a qué categoría pertenece cada una.

Hemos llegado a normalizar de tal modo lo surrealista que ya ni siquiera asistimos boquiabiertos a sesiones del Congreso donde se pasean seres que, en otro tiempo, en otra vida, no habrían sido admitidos en ninguna reunión considerada civilizada, y solo a ratos, como si despertáramos de un letargo sabiamente inducido por las fuerzas de la no comunicación virtuales, nos preguntamos cómo hemos podido llegar a esto.

Mientras, la vida sigue y los ojos tropiezan con noticias que sin rebozo alguno quedan a la misma altura que la información sobre el nivel de contagios del COVID, o que el español, que no es un gentilicio sino nuestro idioma, nuestro presuntamente idioma oficial, el segundo más hablado en el mundo, ha sido relegado por nuestro propio gobierno: son noticias que antes se reservaban para la hora de la sobremesa, en que la digestión y el sueño ralentizan el razonamiento, pero que ahora se nos inoculan como si fueran hechos dignos de mención, es más, dignos de consideración. La realidad se aparta a un lado, con cierta condescendencia, incluso, y casi podemos sentir cómo nos giran metafóricamente la cabeza frente a la pantalla hacia lo que quieren que veamos, hacia lo único que quieren que veamos: la nueva primera dama estadounidense ha elegido para la noche estelar de su marido un diseño de un inmigrante. El hecho de que el inmigrante sea nada más y nada menos que Óscar de la Renta, quien, incluso en su República Dominicana natal, pertenecía a una familia de cierto nivel, no afecta en nada a la demagogia semántica que tan puesta al servicio de la estupidez colectiva se encuentra; también nos han informado con bombo y platillo de que Edurne va a tener un nene con David de Gea, algo sin duda insólito tras diez años de relación, y al lado de la feliz pareja contemplamos la restauración (aunque emplear dicho término ya es, de por sí, embuste suficiente) del rostro de una figura escultórica en Palencia, convertido en la chapuza en piedra que ni un niño de cuatro años hubiera dado por buena pero que se nos presenta como anécdota inocua y casi divertida. Un adolescente ha propulsado una iniciativa para reivindicar su derecho a ir en falda al instituto (luego diremos que la juventud no tiene ideales, agallas o principios) y se le conceptúa como un héroe, un transgresor incomprendido o un defensor de no se sabe qué libertad vulnerada. Amelia Bono sube un vídeo en el que aparece bailando con considerable poco estilo en la cocina, mientras su padre la mira con semblante indescifrable, el vídeo se hace viral y una constata que el pozo de la imbecilidad humana, como ya avanzó Einstein (aunque más técnicamente) no tiene fondo. Pero es un pozo trending topic.

Nada tengo en contra de la frivolidad, del absurdo y de la importancia de lo cotidiano. No quiero desayunarme con escabrosidades, almorzar con tragedias y cenar con malos augurios, es más, reivindico el derecho a lo superficial, a soltarnos la melena y tirar la mascarilla a una maldita alcantarilla, oh, qué maravilla y olvidarnos, a sabiendas y con todo brío, de tanta mala noticia, tanta seriedad y tanto miedo. Pero por partes, por secciones, en su momento, cuando corresponde, cuando se debe. Porque me parece deleznable hablar de la última mansión que ha comprado la nunca última celebridad y, un minuto después, impostar un registro más grave y pretendidamente solemne, mientras nos cuentan que un niño de ocho años ha muerto de peritonitis tras cuatro infructuosas visitas a Urgencias, porque no es correcto, simplemente eso, retransmitir durante días completos un proceso electoral en el que se vende como evidencia indiscutible que un candidato lleva alas de ángel y el otro tridente, porque, en definitiva, nos sepultan en irrelevancias y entre ellas aparecen muy de vez en cuando, como las pepitas de oro del Salvaje Oeste, las auténticas noticias que importan, que nos afectan, que nos cambian la vida, los derechos, la sociedad y el idioma.

La vida es como un libro de recortes, sí, pero tú nunca pondrías, al lado de la foto de tu boda, una de la balda vacía del supermercado, el día aquel que no encontraste el exterminador de espinillas exprés y tenías una cita muy prometedora por la noche. La vida, que tiene alma, distingue, cataloga y prioriza, mientras las redes, que nunca han tenido alma ni pretendido tenerla, mezclan, confunden, acumulan y manipulan la información que sin pausa nos vuelcan encima, a granel.

Y a lo mejor, si el ciudadano no hubiera olvidado que no todo es igual de importante y que no todo ha de tener el mismo tratamiento y que más vale saber discernir la diferencia, los que aprueban leyes que censuran nuestra libertad de expresión y nos las pretenden vender como «interés público», para la próxima tendrían en cuenta con quien —y de quien— están hablando.