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Las vacaciones pre-Covid de... Sánchez Dragó: “El año 1960, cuando me enamoré en Torremolinos”
"Llegué a las calles y a los barres de Torremolinos en pleno mes de julio. Yo era, entonces, joven, pobre, feliz y discípulo de Hemigway hasta la médula", confiesa
«Esta foto fue tomada en verano de 1960. Lo recuerdo como si fuera hoy –nos explica el escritor, mientras interrumpe la actualización del semanario digital que dirige, La retaguardia, nacido durante el confinamiento–. Llegué a las calles y a los barres de Torremolinos en pleno mes de julio. Yo era, entonces, joven, pobre, feliz y discípulo de Hemigway hasta la médula. Acababa de separarme de mi primera mujer y estaba tan contento como el día que aprobé bachillerato», confiesa con el verbo carnoso al que nos tiene acostumbrados, sustantivando cuanto puede cada frase.
Ni el coronavirus ha impedido que Dragó acudiese a puntual a la cita con sus lectores y, así, ha visto la luz, en Planeta, el segundo volumen de sus memorias, «Galgo corredor». «Necesitaría un espacio del que no dispongo –prosigue– para explicar cómo demonios terminé, a mediados de julio, a la buena de Dios, sin dinero, sin bañador y acompañado de mi amigo Miguel Rubio en el paraíso –lo era entonces– de ese infierno que es hoy Torremolinos. Al poco de llegar, la primera noche, entré en un bailongo que se llamaba El Dorado y conocí a una chica. Era muy guapa. Diecinueve años ella; veintitrés, yo. Se parecía muchísimo a la Natalie Wood de «Esplendor en la hierba», un mito estético que siempre me ha cautivado. Y era justamente eso: un verdadero esplendor. Me enamoré perdidamente y pasamos seis semanas de sol, salitre, pitas, chanquetes, ginebra, puro romanticismo, antifranquismo y amor sureño», resume el autor multitarea que, amén de lo dicho, también ha tenido tiempo para publicar con Almuzara su libro «España guadaña: Arderéis como en el 36», continuar con sus magníficos Encuentros Eleusinos y abrir una cuenta de Twitter para contar con cincuenta y ocho mil seguidores, en menos de dos meses.
«Yo le gustaba –continúa evocando–, pero se resistía. El estado civil era mi hándicap. Por aquel entonces, ninguna chica decente debía iniciar relaciones con un hombre que, legalmente, no pudiera llevarla a la vicaría en un arrebato de pasión. Yo forcejeaba y ella seguía luchando consigo misma. Era yo, desde la infancia, escritor y, sobre todo, a la sazón, poeta con algún verso suelto publicado. Pero un ramillete de poemas no bastaba para vencer el recelo de aquella criatura esquiva. Tenía que jugar más fuerte, y lo hice: me encerré a mediados de octubre en una oficina de dos habitaciones que mi madre tenía alquilada en la calle de Preciados y me puse, enfebrecido, a escribir una novela. Era de amor, naturalmente, y la titulé ‘‘Eldorado'‘. En sus páginas contaba, entre la realidad y el deseo, cuanto había sucedido en aquel pueblo. ¿Bastaría con eso?».
El bar y la guerra
Dragó hace una pausa dramática, perfectamente medida. No en vano, siempre repite que hay dos tipos de personas: aquellos que vienen de la guerra y lo cuentan como si hubieran venido del bar, y los que vienen de un bar y lo cuentan como si estuvieran recién llegados del campo de batalla. «Claro que bastó –sonríe mientras continúa narrando–. Escribí de un tirón aquella novela aporreando la vieja Underwood que había heredado de mi padre. Trescientas veintisiete páginas en tres meses. Se las dediqué, se las di a leer, y mi amada cedió. Nos hicimos novios a la luz del día. Luego, por ley de vida, vinieron otras mujeres. ‘‘Eldorado'‘, el libro, todavía existe y está presente en mi vida y pendiente de reedición en breve. No desfallece. El joven que un día fui me persigue todavía y aún hoy me inyecta el veneno de una máxima. Es aquella de Aleixandre: se querían, sabedlo. Tiempo después, aquella chica se fugó conmigo a Venecia, pero es otra historia que ya he contado en el segundo volumen de mis memorias que acabo de publicar con Planeta: ‘‘Galgo corredor. Los años guerreros (1953-1964)‘‘».
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