Clásico
Mayte Commodore: templo del poder y de las vanidades
Fue durante la Transición el epicentro de las intrigas políticas y a la vez moqueta a media luz de las estrellas patrias e internacionales.
Cada época tiene su lugar, el templo donde las almas beben, conspiran, chismorrean y celebran. Mayte Commodore, solo Mayte para los habituales, era epicentro de las intrigas políticas y a la vez moqueta a media luz de las estrellas. Allí se casaban los hijos de los ministros franquistas, los aristócratas y la flor de la intelectualidad. Allí comían y bebían todos lo que pintaban algo en este país. Allí podías ver en un solo día a Perón, Ava Gardner, Luis Miguel Dominguín, Fraga, Raquel Welch, El Cordobés, Felipe González, Lola Flores, Alfonso Guerra, Charlton Heston, Adolfo Suárez, Carrero Blanco, José Solis, Santiago Carrillo, Marujita Díaz, Emilio Romero, Carmen Sevilla, Antonio Gala, Sara Montiel…Un cóctel de folklóricas, políticos, Opus Dei, artistas, musas de la Transición, buscavidas, celestinas y banqueros que quizá ya nunca se vuelva a dar. Era, pues, el caladero al que íbamos a pescar los reporteros, aunque María Teresa del Carmen Aguado, Mayte, tabernera montañesa ya encumbrada, contaba poco.
Todos sabíamos que Franco estaba muy tocado por la tromboflebitis. Y sabíamos de las reuniones que se celebraban en los salones privados de Mayte entre franquistas, demócratas y algunos socialistas. Por allí pululaban Carrero Blanco, Arias Navarro, Torcuato Fernández-Miranda, López de Letona, López Bravo, López Rodó, Silva Muñoz, Fraga, Areilza, Luis Solana, Gómez Llorente… Así, como jugando al mus, en las mesas de Mayte y José Luis se alumbró la Transición. Se dijeron muchas cosas y algunas en voz muy alta, por ejemplo en la discusión de Suárez con Fraga por la legalización del PCE. Una agarrada fuerte que duró horas. Pero Mayte era la confidente de todos que nunca revelaba confidencias de nadie. Te podía dar una pista, nada más. O contar anécdotas triviales. Cómo Esther Williams le había pedido que le enseñara a cocinar sus costillas con patatas para contentar a su marido, Fernando Lamas. Cómo le había aconsejado a Raquel Welch que no esperaba mucho de aquella breve relación con Marcelo Mastroianni y menos aún de Frank Sinatra. Cómo Charlton Heston intentaba meter mano a Carmen Sevilla por debajo de la mesa mientras degustaban el cocido montañés. O lo bronca que le armó Hemingway cuando se negó a servirle más copas. «Sin tragos era encantador, pero era difícil verlo sereno», contaba Mayte.
Era mujer de fuerte carácter y con mucha leyenda encima, madre soltera y consciente de que por su restaurante desfilaba parte de la historia de España. Entonces, hablo de los 60 y 70, de las mujeres triunfantes se murmuraba siempre que tenían un amante rico. En el caso de Mayte, hablaban de un importante ministro franquista. Una noche de copas se lo pregunté. Ni se inmutó: «Unos dicen que un ministro, otros que un banquero…Va por temporadas. No hagas caso», dijo.
Fotos en blanco y negro
Pienso en aquella época y la cabeza se me llena de fotos en blanco y negro. Recuerdos como flashes. El batido de yemas de huevo con oporto que Mayte le preparaba a Ava Gardner para aliviar sus resacas. Santiago Carrillo contándome que la peluca con la que había entrado clandestinamente en España, ondulada y tirando a rubia, se la había hecho el peluquero de Pablo Picasso, Eugenio Arias. «Me daba cierto aire de intelectual francés», explicaba divertido. Paco Rabal esperando siempre una llamada de Buñuel y con la caña puesta por si caía alguna moza de buen ver (quizá la duquesa de Alba). La gran bronca de Lola Flores con Marujita Díaz por algo que ésta había dicho en la radio sobre su marido, El Pescaíllla. Antonio Gala en su desmayada y estética representación de Oscar Wilde, dejándose querer por su rendida corte teatral. La musa de la Transición, Victoria Vera, contándome que su desnudo en «¿Por qué corres, Ulises?», de Gala, había sido mayormente un acto político y liberador. Sara Montiel levantándose el top para demostrarme que no se había operado las tetas.
Ah, la comida en Mayte con el productor Emiliano Piedra y Orson Welles, que buscaba dinero para sus «Campanadas a medianoche». Ver comer a Orson era un espectáculo. Quería al menos tres botellas de Vega Sicilia abiertas sobre la mesa y los callos en fuente de ensalada. Fue cuando Fernando Rey le preguntó «¿qué es ser actor, maestro?», y el genio pantagruélico respondió sin soltar la pierna de cordero: «Que la cámara te quiera, amigo». Veo a John Travolta mirando con repugnancia la cazuela de angulas: le daban asco. Animado a probar, luego se comió tres raciones. Veo a Luis Miguel Dominguín narrando las cacerías con Franco y cómo éste le pedía que le contara los chistes que circulaban sobre él. «No creas –me decía– alguna vez me dio un poco de reparo». Veo a Anthony Quinn, un poco achispado, contándome que había sido obrero de la construcción y carnicero, que sus primeros dólares en el mundo del espectáculo los ganó mirando a Louis Armstrong y Bing Crosby, y que su verdadera pasión era la pintura y la escultura.
Las queimadas de Fraga
Inolvidable Fraga haciendo queimadas con el ritual completo en uno de los salones privados, contando muy risueño la historia de una tarde de verano y su baño en pelotas con Pío Cabanillas. Viajaban a Galicia y asfixiados de calor decidieron parar en la orilla de un río y refrescarse en él. No llevaban traje de baño. Tampoco esperaban la aparición de turistas con cámaras. Salieron corriendo del agua. Como Fraga se tapaba solo sus partes, Pío le alertó: «¡La cara, Manolo, tápate la cara!».
Un fijo en las noches de Mayte fue Juan Domingo Perón, siempre acompañado de su fiel José López Rega, alias El Brujo por su afición al esoterismo, policía, político y poeta, feroz anticomunista y creador de la triple A en Argentina. Un personaje siniestro y sibilino al que yo veía como un Rasputín. Perón tenía un chalé en Puerta de Hierro: «Quinta 17 de octubre», la llamaban. Su Casa Rosada en el exilio. Se contaban infinidad de historias sobre las sesiones de brujería o espiritismo que López Rega organizaba ante el cadáver embalsamado de Evita que yacía en el chalé como la mejor garantía del retorno del peronismo a la Argentina.
Emilio Romero, mi director de entonces, era amigo y confidente de Perón, a la vez que gran admirador de su doctrina social. Se contaba que una vez que el periodista intentó ligar con Ava Gardner, la estrella lo dejó plantado en el sofá sin dirigirle la palabra. Algo insólito en su historial. Por entonces, la actriz alquiló una casa en Puerta de Hierro y cuando se enteró de que enfrente vivía Perón, cada mediodía, cuando se levantaba, iba directa al balcón y se abría el batín de seda para mostrarle al general su cuerpo desnudo a la par que le hacía un contundente y testimonial corte de mangas. Era, decía, lo que más le satisfacía antes de desayunar. Luego vendrían los martinis en la barra del Palace y del Hilton, el flamenco en Villa Rosa y el Corral de la Morería, y el conejo al ajillo en aquel tugurio de la carretera de La Coruña cuyo nombre ahora no recuerdo.
Llevé a Jack Nicholson a Mayte para que probara la patata asada rellena de caviar y me dijo que nunca había comido nada más rico. Incluso le gustó más que el vodka. Y todavía parece que estoy viendo a Manuel Benítez El Cordobés contándome muerto de risa cómo aliviaba sus ardores sexuales juveniles en los melonares de su tierra: le hacía al melón un agujero y por ahí…En el 83, hice la crónica del casamiento de Mayte con Manolo Grandes para «Abc». Ella se sentía extraña: era la primera vez que estaba en una boda sin tener que servirla. Murió siete años más tarde.
Reabren Mayte, ahora Espacio Commodore. Para mí, un espacio lleno de fantasmas.
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