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Cantar boleros, el rito de Enrique Ponce antes de torear
Como forma de desahogo y preparación, el matador entona a Lorenzo González. Paloma Cuevas, su gran apoyo, no se separa de él desde la cogida en Fallas
Como forma de desahogo y preparación, el matador entona a Lorenzo González. Paloma Cuevas, su gran apoyo, no se separa de él desde la cogida en Fallas.
Linfartante sorpresa de la semana fue la venta de la casa marbellera en los Monteros que fue de los barones de Gótor y después de Antonio Banderas y Encarna Sánchez. Parecía la falsa monea porque el alcalde, Jesús Gil y Gil, quería quitársela de encima. No convenció al actor, dándosela por un millón setecientos mil euros, aunque con la locutora tuvo más éxito porque luego fue su refugio, donde convivió en amor y compañía con la Pantoja.
Por otra parte, Enrique Ponce sufrió una cogida durante una corrida en Valencia. Desde entonces, ha sido operado y no podrá salir al ruedo hasta pasado un tiempo de reposo. Lo de cantar boleros antes de su faena no es algo que prodigue, sobre todo tras matar tres morlacos. Pero es un desahogo, relax o esparcimiento del que solemos disfrutar algunos amigos entre los que todavía tengo la suerte de encontrarme. Son cosas del amor, la satisfacción por haber rematado bien y una tarde propicia. Luego, tras la consiguiente lucha, se arranca con un repertorio bien nostálgico que hace rebrillar los ojos. Enrique adora el bolero y no lo niega, dándole a un repertorio romántico y casi diría que eterno como «Échame a mí la culpa», del inolvidable Gatica, «Tú me acostumbraste», de la enloquecida Guillot, reinona del trasnochado genio, sin que falten «Aquellos ojos negros» o la ensoñadora «La hiedra». Domina especialmente los títulos ya históricos de Lorenzo González, el «Toda una vida» hoy irreconocible en su sonido y hasta «El camino verde que va a la ermita». Como si aún fuese pareja de El Litri, que le dio la alternativa. Es fiel a las raíces, no añade ni adultera. Ofrece –ofrecía, al menos– el bolerón como le llaman al otro lado del Atlántico, manteniendo toda su esencia.
Al matador lo oyeron tararear preparado para el nuevo traspiés y los desgarros que ellos toman por heridas de guerra cual hizo en el cincuentenario de la muerte de Manolete. Tras una tarde impoluta y casi mágica, Ponce tuvo la sorpresa desagradable del triple, doloroso y asustador enganchón que le obliga a cortar la temporada que remataría en las fiestas del Pilar, según lo acostumbrado que abre temporada en la feria de Castellón y concluye a un paso del otoño.
Ocurrió en esa Valencia que no abandona su torería con olor a bunyols aunque usando la plaza para otro tipo de eventos a fin de rentabilizarla, como hizo en l966 bajo una inmensa nevada que cubría las calles y dejaba aterido al entusiasta y curiosete. Pese a eso, Bárbara Rey se casó, con velo largo bajo paraguas protector del aluvión, con Ángel Cristo –entonces en su mayor esplendor circense– en una tarde gélida de las que no abundan, que no duró lo que temían. También es inasequible al jolgorio josefino, este año parece que batieron récord de visitantes gracias al buen tiempo tan soleado que invitó a patear los aledaños del Turia. Aun con campañas antitoreras, no destierran la afición y el entusiasmo de una tierra fiel y tradicional. Es en las pocas cosas que se mantienen firmes con cartel igual de postinero como si estuviéramos en los años 60. Su calidad y gancho tienen el atractivo de las mejores tardes.
«Mi mujer –la guapa y elegante Paloma Cuevas ya madre de dos niñas cuyas fotos enseña embobada– es el gran apoyo de mi vida», exaltó y agradeció Ponce, todavía sudando y ante clamorosos bravos. Son gajes del oficio. Minimizó y ya está presto para la próxima embestida.
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