Adiós a Armani

Desterrar lo inútil

Él no vestía a una cliente, él vestía a todas las mujeres y todos los hombres del mundo a la vez

FILE - Giorgio Armani waves at the end of the Giorgio Armani Prive Haute Couture Spring Summer 2025 collection in Paris, Jan. 28, 2025. (AP Photo/Lewis Joly, File)
Italy Obit ArmaniASSOCIATED PRESSAgencia AP

A los sociólogos nos gusta mucho hacer rayas sobre el papel, con ellas dividimos el mundo en dos mitades. Procedamos pues: los estilistas visten a una mujer, los diseñadores a una época. En el caso de Armani es indiscutible. Él no vestía a una cliente, él vestía a todas las mujeres y todos los hombres del mundo a la vez. Así que, por ir resumiendo, se podría decir que fue el diseñador de moda más grande de Italia en toda su historia, y eso que le pisan los talones Emilio Pucci, Valentino, Gucci o Miuccia Prada.

Si estos blasones no fuesen suficientes, aún me atrevería a hacer otra raya: es uno de los cinco diseñadores más importantes del siglo XX, y eso que tienen que hacerle un lado en el paraíso Poiret, Balenciaga, Chanel, Dior o YSL. Como ellos en los años 20, 30, 40, 50 o 70 del siglo pasado, de su siglo, el dictó la norma de una década, la suya, en este caso los ochenta. Aunque empezó a finales de los setenta –había colaborado con Nino Cerrutti y con Loewe– y se ha muerto con las botas puestas, celebrando a lo chino el 50º aniversario de la marca, su reino se extiende sobre los ochenta. Para ello tuvo que «matar al padre», YSL, del que, paradojas de la vida, terminó proclamándose su humilde seguidor.

Podía haberse quedado en estilista, de hecho comenzó como fotógrafo y como escaparatista, dos profesiones que intentan capturar la belleza de un instante, pero él tenía madera de arquitecto. Le apasionaban las formas de la eternidad, aunque el arquitecto fuese su novio de toda la vida. De ahí que la moda en sus manos se convirtiese en un circo de tres pistas donde él dominaba el escaparate, la tienda, la atención al cliente, el producto, la imagen y hasta la satisfacción del consumidor, que podía pagar un poco más por ostentar una marca que se hizo grande hasta cumplir la profecía de su tercera marca: Emporio Armani. Financieramente independiente, ajeno a los piropos de LVMH, deja un resultado picassiano: el mejor en lo creativo y en lo económico. Con lo mal, se dice, que se les dan los negocios a los artistas. Últimas rayas sobre el papel, las 5 de la palma de la mano. Llevó el lino al Everest, seguido de todos los demás, en aquello de «la arruga es bella». Permutó las líneas maestras de lo que es un tejido de mujer y un tejido de hombre, los intercambió tan bien que se le podía considerar el «travestista» más fino del mundo, porque ese cambio de roles no fue para hacer reír a nadie, sino para reivindicar una cosa muy seria: la moda no puede hacer de policía del sexo. Desterró de la pasarela lo inútil al golpe de su látigo certero: «Hay muchas cosas que me gustan de la moda, pero no las pongo en mis colecciones porque no son Armani». Eso se llama coherencia. Se distingue perfectamente lo que es un Armani de lo que no lo es, y finalmente demostró que una cosa tan poco seria como la moda (sic) da para hacer muebles, casas, niños, hoteles o bombones. Fue un nombre indiscutible, hasta que un enfrentamiento con esa prensa que le recordaba que todo tiene su fin le enfadó hasta casi tirar los trastes, pero, afortunadamente para los amantes de la moda y la hacienda italiana, siguió madrugando para soñar belleza por todos nosotros. Solo cometió un error en su vida: hacer alta costura. ¡Ah! se me olvidaba, le encantaba el negro, quizás porque su virtud cardinal preferida era la discreción, la dirección japonesa de la belleza. Que descanse en la paz del señor, porque ya ha vivido en la gloria de los hombres.