Opinión
Concha Márquez Piquer siempre pensó que su arte merecía mucho más
Conocí a su madre y la conocí a ella. Nosotros la llamábamos Conchita y su madre Conchín, algo difícil de decir en Buenos Aires. Por cierto, que en esa ciudad quisieron cambiarle el nombre a doña Concha en el cartel del teatro donde iba a actuar. Querían anunciarla como Concepción Piquer. Doña Concha dijo que si hacían tal cosa, ella no salía al escenario. Genio y figura la madre, y también la hija.
Quizá su mayor problema fue siempre el peso de toda la historia que llevaba encima: hija de una de las más grandes cantantes que ha dado este país y esposa durante veinte años de Curro Romero, el mito de la media verónica, el Faraón de Camas, el que hacía llorar a los puristas en la Maestranza. Me contó un día con mucha gracia y sin caer en ninguna vulgaridad ni verdulería, el pánico que le entró en su noche de bodas, con 16 años, cuando Curro se le mostró completamente desnudo. El diestro y esposo estaba demasiado armado para lo que ella, tan joven, se podía imaginar. Quiso salir corriendo.
Tenía una gran voz, una de las mejores que yo he escuchado en este país, pero con difícil ubicación en las discográficas y en el show, porque con la decadencia de la copla, ¿cuál era su sitio? Su señora madre me dijo una vez sobre su hija, con ironía: «Ha estudiado en Londres y en Suiza, habla tres idiomas, demasiado preparada para ser artista». Podría haber sido la Barbra Streisand española si aquí hubiera sido posible la transición de «Suspiros de España» a «Memory».
Tomábamos copas en Bocaccio y a veces cenábamos juntos. Le pesaba siempre la falta de reconocimiento: creía que su arte merecía mucho más. Y tenía razón.
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