
Entrevista
Carmen Lomana: "Las mismas mujeres que me critican mueren por hacer lo mismo"
Aprovechamos la presentación de su último libro, «Pasión por la vida», para pedirle que nos abra su corazón. Y lo hace sin tapujos, con una libertad ganada a pulso a sus 76 años

La primera vez que un chico le tomó la mano, le pareció algo sobrenatural. «Casi creí que me iba a quedar embarazada». Después de Conrad, un alemán guapísimo, llegó el flirteo con Javier, Paco, Germán… y Rodrigo, estudiante de Medicina y futbolista. «Con él tuve mi primer momento de intimidad. En un coche, en La Coruña. Él tenía 28 años y yo 21. Me dolió, no fue un cuento de hadas, pero le amaba locamente…» Este episodio, que Carmen Lomana cuenta con llaneza a LA RAZÓN en un saloncito de un encantador hotel de Chamberí, lo describe con prosa elegante, pero sin escatimar en detalles, en su nuevo libro «Pasión por la vida».
Si esta «bella signora» no existiese, Fellini la habría creado. O tal vez Marcel Proust, el escritor francés que mejor narró la aristocracia parisina. Igual que Lomana, carecía de sangre azul, pero su cuna burguesa le permitió caminar por los grandes salones con exquisitez e inteligencia. De conocerse, habrían hecho buenas migas y compartirían su hábito de saludar sin apenas tocarse. El escritor lo justificó en la poca necesidad de mostrar una simpatía inexistente. Lomana, en los virus que bullen estos días. Puro esnobismo, pensarán. Lo que no hará es perderse en digresiones inútiles.
Epítome de elegancia, a Lomana habría que inventarle un título nobiliario. Aunque delicada en sus formas, descartamos el marquesado de Pitiminí y proponemos el ducado de Posidonia, la especie más longeva de la biosfera. Cualquier sugerencia la recibe con gran sentido del humor y, si tiene que alzar la voz, lo hace con la bravura de su madre, el espejo en el que siempre se miró.
¿«Pasión por la vida» le ha exigido una introspección dura?
A pesar de que he sido muy feliz desde mi infancia, escribir me ha removido muchos recuerdos.
Arranca el libro con la muerte de su marido, Guillermo Capdevila. ¿Consigue superar su pérdida?
Le conocí en Chelsea, en un club de jazz. Yo me encontraba en Londres trabajando como relaciones públicas del Banco Santander y había venido mi hermana a verme. Él quiso volver a quedar y, como no sabía cómo, me pidió ayuda en una traducción. Enseguida supe que era el hombre de mi vida. Nos enamoramos al poco de conocernos y nos casamos en seis meses. Al morir, en un accidente de tráfico, me dejó destrozada. Tuve un duelo de dos años y medio desgarrador, de luto absoluto. No quería seguir viviendo.

Quiso ingresar en un convento.
Se lo pedí a las monjas clarisas, las mismas que habían bordado mi ajuar, pero la madre superiora me ayudó a clarificar que no tenía vocación religiosa, sino un dolor muy profundo que tenía que sanar. El médico me dio tratamiento y en 15 días lo noté. Fue en Menorca, donde fui para ver unos terrenos. Miré el mar y me pareció precioso. Ese día decidí cambiar el negro por ropa maravillosa que compré en Mahón. No podemos dejar que la vida nos doblegue. En ese tiempo de reflexión, me dio por pensar que igual ese amor tan grande se habría terminado con el tiempo, pero era una forma de consuelo. Lo que entendí es que, por encima de las circunstancias, hay que pedir ayuda médica para no cronificar la pena y poder reinventarnos. Cuesta, pero hay que darse un tiempo de tranquilidad y luego hacer ese esfuerzo.
¿Un gran amor como el de Guillermo solo se vive una vez?
Por supuesto. Ha habido otros amantes con los que he salido o me he ilusionado, pero ninguno comparable a Guillermo. Ese gran amor no lo he vuelto a vivir. Me dejó una cicatriz muy profunda. Vivíamos muy bien y habíamos superado muchos obstáculos para casarnos que fortalecieron nuestro amor. Mi padre no quiso ser padrino de boda. Fue emocionante cómo nació el amor entre dos personas tan diferentes, de culturas lejanas. Él era muy de izquierdas, pero yo le admiraba y le seguía. Mamá decía: «Esta niña se ha convertido en una jacobina rabiosa que ya ni se arregla».
¿La imposibilidad de ser madre la estigmatizó?
Totalmente. Fue horrible. A la frustración sumé que todas mis amigas estaban en plena época de reproducción y eran monotemáticas. Para superarlo, decidí poner una tienda de ropa muy glamourosa en San Sebastián que se llenó de clientas que llegaban de Mónaco, París y Hollywood. Lauren Bacall compró una blusa de lunares con una lazada. Tenía 82 años y seguía espectacular.

¿Echa en falta aquel glamour?
Muchísimo. Es algo intangible que te envuelve y lo atraes. Si vas hecha una zafia o no tienes pudor, no lo vas a encontrar. Hay influencers a montones, muy monas, pero sin esa actitud que denota glamour.
Pero su alma es bohemia.
Muy bohemia, libre y rebelde. Siento gran atracción por los intelectuales y los artistas. Este carácter me ha permitido luchar por lo que quería. Mi padre, muy tradicional, pensaba que cruzar los Pirineos era la perdición. Cuando me hablan de feminismo, recuerdo que yo salté todas las barreras para ganar mi independencia económica. Es el principio número uno de la libertad femenina.
Ha descrito su pérdida de virginidad. ¿Teme que la juzguen?
Siempre he sido valiente y muy libre, pero una cosa es que lo cuente en el libro y otra que lo saquen de contexto para poner un titular en televisión, como han hecho. En cuanto a la crítica, aquí en España hay una envidia endémica, sobre todo entre las mujeres, que es muy mala. Por todo te critican y en cuanto te descuidas, ellas hacen lo mismo. Me juzgan por salir en televisión o participar en un concurso, pero todas mueren por ello.
Acaba en todas las salsas. Esta misma semana, por el comentario de Ágatha sobre lo de vivir «como una gitana».
Es el efecto de la cultura «woke», de este socialismo de nuevo cuño que impone el pensamiento único. Eso sí es fascismo. Hay expresiones que son parte de nuestra habla y se dicen sin intención de molestar. El discurso de investidura de Trump me ha hecho sospechar que esto va a cambiar y volveremos a los valores que él propone para su país. Se le ataca y me pregunto si los 75 millones que le han votado son tontos.

¿Cómo llevó dormir en una esterilla en «Supervivientes»?
La esterilla había que ganársela. «Supervivientes» fue mi libertad. Mi yo punk más auténtico. Adoro el mar, nadar y tomar el sol. ¿Qué mayor gozada que una isla para mí y mis compañeros? Quise demostrar que no hay que perder nuestra esencia ni en esas circunstancias hostiles. Seguí siendo yo, con mi educación y mi forma de ser. En bikini y sin duchar, pero con mi dignidad. Acostumbrada al máximo confort, me sentí plenamente feliz, aunque las tres primeras noches fueron horribles.
Le confieso que, al ver su edad, 76 años, tuve que mirar dos veces. ¿Nos dirá su secreto?
Ni siquiera yo me lo creo. Me arrepiento de haberla revelado porque, cuando me quieren atacar, aprovechan la edad para decirme alguna impertinencia. Me siento fantástica y lo noto en comparación con mujeres de 76 que están reventadas. No dejo de emocionarme, ilusionarme por todo, apasionarme con una persona, aunque me dure un mes. El día que esté «déjà vu», empezaré a envejecer. Esta vitalidad me lleva a conectar con gente mucho más joven. Con un hombre mayor, me mimetizaría con él y sería un aburrimiento. Un hombre joven, sin embargo, puede seguirme.
Narcisismo, hedonismo… ¿Su mala prensa es inmerecida?
Son conceptos vinculados con el crecimiento, el amor propio y sentirse bien en nuestra piel. Soy una mujer que me han dado por todos los lados y me he reinventado. Los enemigos son un plus porque significan que no soy plana.
¿Qué le pide a la vida?
No espero nada. Estoy muy agradecida. Por pedir, quedarme siempre así y con esta alegría de vivir.
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