
Gastronomia
Ronda de bares: La catedral del tapeo sin jerarquías
"Allí cada maño tiene su altar secreto, pero lo de Meli del Tubo es misa mayor"

El Tubo de Zaragoza siempre fue un laberinto de bares con más trampas que un bandolero y más lujuria que un sainete. Allí cada maño tiene su altar secreto, pero lo de Meli del Tubo es misa mayor. Porque Meli no predica jerarquías, sino que reparte gracia a cucharadas de estética y buen gusto. Y lo hace con esa clientela de media vida que encuentra refugio en una barra de alto voltaje.
El tabernáculo, situado en el número doce de la calle Libertad, lo levantaron las hermanas Raquel y Silvia Marcel, junto con Ángel Díaz, arquitectos de un tapeo que no se anda con chiquitas. La cosa empieza en un ceviche vestido de cóctel, sigue con un bocatín de lomo de bacalao al que bautizaron La Paca, se crece con el tartar de atún y piña, y alcanza gloria con el famoso cave ovum: un saquito crujiente relleno de setas, bacon y huevo, coronado con carbonara de torrezno que hace palidecer a cualquier romano de Trastevere. Pero la barra tiene más requiebros: el melkini, un sándwich que juega con el encurtido y el queso como quien se marca un solo de jazz, o la tapa de chuletón que no se salta un torero de la Misericordia. No es casualidad que en apenas ocho años se haya convertido en puerto de escala de gourmets internacionales, de esos que saben que la vida se disfruta mejor de pie, con servilleta en mano y vaso a medio llenar. Por allí asoman los habituales: con su sorna eterna, como uno que siempre pide dos rondas de melkini como si fueran acordes, y damas del lugar que defiende que en Zaragoza no hay barra sin liturgia. Entre ellos se arma el corro, se enciende la charla, se brinda con vino de Cariñena o con vermú peleón. Meli del Tubo no es un bar: es un manifiesto en miniatura de lo que significa comer en Aragón con compás, desparpajo y alegría. Porque ya lo dijo un parroquiano con media caña en la mano: «la tapa no entiende de jerarquías, solo de ganas de vivir».
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