
Gastronomía
Ronda de bares: La parroquia en Alcorcón
Alcorcón, esa ciudad mestiza y bullanguera del sur donde la modernidad no ha podido arrancar la raíz del vermú

Dice Chapu Apaolaza, con su sorna de escribidor con hambre de barra, que los bares se mueren. Y uno se estremece como si anunciara el fin del cante jondo o la retirada de un torero en sazón. Pero para comprobar que aún late el corazón de la España tabernaria hay que bajarse hasta Alcorcón, esa ciudad mestiza y bullanguera del sur donde la modernidad no ha podido arrancar la raíz del vermú.
Allí oficia David Vico, un tabernero de los que ya no se fabrican. Tiene el compás en la muñeca para tirar la caña, la palabra justa para cada parroquiano y hasta vende periódicos en la barra, como si aún estuviéramos en los tiempos en que la tinta se mezclaba con el aroma del café de puchero. Sus mañanas empiezan con churros y cafelito, preludio sagrado de la hora del aperitivo.
El laterío aquí no es relleno, sino bandera: mejillones que saben a Cantábrico, berberechos de recuerdo infantil, langostillos de lata que despiertan ternura y nostalgia con nuestro abuelo de la mano. Juanjo el de la Tasquita ama esa conserva, y uno lo recuerda y no hay quien nos quite la sonrisa cuando el aceite se mezcla con el pan. Después llegan los canapés con empaque: el ahumado de salmón, el bacalao preparado al gusto, y los matrimonios que en esta barra son más felices que en cualquier juzgado.

La parroquia se reconoce a simple vista. Todo desde 1982. La que pide un doble, se marcha a abrir el negocio, o el que cuenta chistes malos y bebe buenos chatos. Allí todo se cruza y todo se enlaza: las risas con la política, la caña con el parte de fútbol, la vida con el aperitivo.
Y uno entiende que la verdadera modernidad está en seguir fiel a lo de siempre. Que mientras haya barras como la de Vico, con parroquia de carne y hueso, este país tendrá su alma intacta.
Porque la gente de verdad siempre se encuentra en los bares.
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