Historia

Nueva York

Cuando Cela me asestó un puñetazo en Marbella

Camilo José Cela junto a su mujer, Marina Castaño, durante la presentación del libro «La Rosa», en 2001
Camilo José Cela junto a su mujer, Marina Castaño, durante la presentación del libro «La Rosa», en 2001larazon

Mal ha empezado el año, al menos a título individual. 2012 me ha dejado sin dos maestros que han sido como hermanos para mí: Carlos Larrañaga –cuyas hijas no han celebrado ningún homenaje póstumo, emulando el peor estilo de los Rivera Ordóñez, que nunca han montado ningún acto conmemorativo a Carmina– y Antonio D. Olano. Dos personajes singulares que han influido mucho en mi vida. A las gestiones de la madre de Carlos –María Fernanda Ladrón de Guevara, la que fuera mina de nuestra escena y de nuestro cine– las debo el estar en este oficio.

Olano acababa de presentar un libro hace apenas un mes. Allí estuvieron desde el duque de Tovar a Victoriano Valencia, José Utrera Molina, Luciana Wolf y Perla Cristal, colaboradores de Antonio en alguno de sus éxitos escénicos. Nos dejó uno de los pocos que hablaban y que escribían sobre Picasso y Dalí –de quien fue íntimo– sabiendo lo que hacían. A él le debo haber tenido el privilegio de intimar con el genio de Cadaqués. Formamos un grupo propiciado por Enrique Sabartés, el entonces secretario del artista, a quien se dirigía como «señor Dalí». Lo reverenciaba y, más de una vez, logró que Dalí me autentificase o descartase algunos de los cuadros juveniles que se le atribuían.

Aún recuerdo una mañana con Sabartes en la que nos mostró las mejores calas de la Costa Brava. Fue una época de delirio y surrealismo. E inolvidable el momento en el Ritz barcelonés de Antonio Parés –también gran pasión de Tita Cervera– en el que llenó la bañera romana de caracoles para «un experimento» o cuando Ludmilla Tchérina apareció pintada de azul para hacer de Salomé en el Parque Güell. Por allí pululaban los amantes de la irascible Gala y también Amanda Lear, que debutó en Nueva York como Peki d'Oslo. Su androginia inquietaba a Dalí, mientras Natina, hija de El Caballero Audaz, se dejaba llamar Luis XIV, porque a Dalí le recordaba al Rey Sol.

Antonio fue testigo del puñetazo que Cela me dio en Marbella. Estábamos conversando cuando éste se acercó sudoroso y me propinó un golpe directo al labio derecho. Se montó una buena y luego supe que todo había sido porque yo había contado que Marina, después de haber pasado por una operación, nunca volvería a ser madre. Tiempo después se disculpó en casa del marqués de Griñón.

Con Olano viajé también a Singapur en una inolvidable Nochevieja. Tanto nos aburría navegar, que fuimos a clases de baile latino, a las que no fallaban Berlanga, Coro Botín y López Vázquez. Toda una vida compartida con risas, cabreos y mucha retranca. Nos deja un legado inolvidable y un testamento en su último libro.