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La Razón
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Llega la noche de los teatros y la ciudad se convierte en tablas abiertas al espectáculo en todas sus dimensiones y rincones, huerto de imaginación, de palabras cruzadas, espectáculo inesperado y cuerpos viles en artística metamorfosis. Lo nuestro es puro teatro, hasta en la forma en que salimos de los bares como quien hace mutis, y el amparo de la oficialidad nos hace seguir la bufanda de Valle-Inclán hasta los espejos del Callejón del Gato como quien busca el calor del arte y el aplauso, la situación inesperada, en el monólogo frente a una patata brava. En la tragicomedia con la que nos vestimos a diario no viene mal tampoco una noche de exageración histriónica y un punto de desmelene para ver que la salud de nuestro panorama dramático sigue más que boyante frente a esa eterna crisis que amenaza con apolillar los patios de butacas. Si tenemos teatro en la calle, tenemos teatro hasta en la oficina, tenemos teatro hasta en la sopa, lo único que queda es saber quién finalmente da el tono.

En esas por ejemplo ha estado ocurrente el señor Gerard Mortier, flamante director artístico del Teatro Real de Madrid, que se ha liado de pronto una manta de partituras a la cabeza y nos ha salido con que los cantantes españoles dan poco juego. ¡En el país de Plácido Domingo, de Carreras, la Caballé, Arteta y compañía, que siguen dominando! ¿Qué pretenderá? Tal vez quiera que esas miles de glotis, diafragmas y pulmones que andan por todas partes soltando sus gorgoritos acaben en los bares con el toque barítono de «oído cocina», como ya ocurre en tanto local lírico, donde se pide una lubina como quien reclama una sirena, pero lo que no va a poder es callar al personal que canta y canta sin parar mientras el universo le espanta día a día. En el fondo, lo único que piden es que no les disparen al pianista.