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La elegancia
De todas las virtudes demostradas por Mariano Rajoy en el Debate de Investidura, destacaría la elegancia. Ha sido contundente, efectivo, sincero y un dominador seguro del tinglado. Nos ha anunciado tiempos difíciles pero no ha considerado conveniente asustarnos en demasía. Ha lidiado al toro con maestría rondeña o sevillana sin estirarse excesivamente. No le ha hecho falta. Ha hablado a los españoles, no a los ciudadanos, y las tres sílabas odiadas por el retroprogresismo que conforman no sólo una bellísima voz sino un sentimiento casi común, España, no se ha caído de su boca. La verdad es que pareció, por la naturalidad, que Rajoy lleva gobernando algunos meses.
Tengo para mí que los aspirantes a ser nombrados ministros de su Gobierno no saben todavía si van a serlo o no. Los que no esperan sorpresas aplaudían a su líder con entusiasmo controlado, en tanto que los aspirantes lo hacían con gran exageración, menos Soraya, que sí lo sabe. Lo suyo y lo del resto. Rubalcaba no estaba para lucimientos. Hizo una faena de aliño, más centrada en su futuro dentro del PSOE que en la práctica diaria de la Oposición, que intuyo le aburre una barbaridad. Duran y Lleida estuvo correcto, como siempre, quizá sobradamente empeñado en que Rajoy le hiciera una precipitada promesa que el político gallego sorteó con soltura. Vamos a añorar a Llamazares, que ya es añorar. Este Lara de Argamasilla de Alba es un plomo derretido. Parece extraído de una fotografía de 1934, que es un año que los comunistas no gustan recordar. La obsesión republicanita, o mejor escrito, republicainita, tan desastrosa y nefasta en nuestra Historia. Rosa Díez estuvo en lo suyo, brillante y optimista, y del resto no puedo decir nada porque, la verdad, me interesaban poco. Pero una sesión de investidura es ejercicio agotador para el protagonista, y a Rajoy no se le desplazó ni un milímetro el nudo de la corbata ni el desenlace de sus palabras. El desenlace y la intención, que todos la interpretamos, unos con más confianza que otros, y me incluyo en el primer grupo.
Y vuelvo a la elegancia. Cuando fue investido Zapatero por vez primera tuve la sensación de que no quería ser mi Presidente del Gobierno. Que sólo deseaba ser el Presidente del Gobierno de los suyos. Nadie ayer pudo sentir esa amarga desilusión a través de las palabras de Mariano Rajoy, que insistió en su promesa de ser el Presidente de todos a pesar de que su poder en el Parlamento es mucho mayor que el conseguido en su día por ese desastre que se nos ha ido a Somosaguas. Se dijeron muchas cosas interesantes y vanas, brillantes o inmersas en el tópico y el lugar común, pero si tengo que elegir dos frases, no hay lugar a la duda: «Quiero antes que nada recordar a las víctimas del terrorismo» y «la mayoría absoluta es un instrumento excelente para ejecutar decisiones, pero no para ejecutarlas». Esta segunda aseveración es una elegante declaración de intenciones.
Él lo sabe. Lo tiene dificilísimo, y como nos recordó –a los españoles, repito–, «no estoy aquí para cosechar aplausos, sino para intentar resolver problemas». Mariano Rajoy, que no es persona nacida para la Oposición, ha conseguido la mayoría absoluta más amplia desde los tiempos de Felipe González. Se la han dado los españoles, y tendrá que hacer uso de ella cuando el bien común se lo demande, pero sin perder el diálogo, el pacto y el acuerdo con otras formaciones en los asuntos que así lo requieran.
Un Presidente elegante.
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